miércoles, 18 de enero de 2012

Sueños de pomelo

El reloj de la iglesia dio las tres de la madrugada. Y después tocó la media. Con aquellos campanazos era imposible conciliar el sueño. Afortunadamente el viejo reloj no daba los cuartos. Tenía la impresión de ser la única persona que me encontraba en aquella clínica. Era una noche calurosa de julio, de esas que llegan, tras un día seco como el trigo, preñadas de estrellas. Cuando me hubo reconocido el doctor, la enfermera me ayudó a subir a la primera planta en ascensor. No pude con las escaleras. El dolor bramaba en mi interior como una fiera que a duras penas retenía mordiéndome los labios.     

Miré de soslayo por si en las otras habitaciones hubiera más pacientes. La soledad del edificio pesaba como la densidad de una gruta. No había nadie más, salvo la enfermera, el médico que me atendió a la llegada y yo. Me sobrevino una extraña sensación, como el vértigo que uno experimenta ante el vacío. No sabía si quería estar allí, pese al dolor. Era la primera vez que ingresaba en una clínica. Cuando era pequeña adoraba los hospitales. Precisamente porque nunca estuve en ellos. Yo creía que eran como los hoteles, lugares a los que se va a disfrutar porque hay que hacer las maletas. Aunque tampoco estuve en ningún hotel entonces. Mi hermano, en cambio, sí estuvo en un hospital. No recuerdo el motivo. Pero de pequeño había sido un ser frágil. Yo era todo lo contrario. Con 40 de fiebre me recuerdo dando grandes zancadas a la rayuela en plena calle. Era mi madre la que tenía que arrastrarme de regreso a casa empapada en sudor. Mientras ella preparaba la maleta de mi hermano, yo envidiaba su suerte. Después me llevaron a visitarlo y apareció con una preciosa bata verde. Claro que entonces desconocía lo que era el padecimiento de la enfermedad, su crueldad y la tristeza de los hospitales. 

Todo ocurrió muy rápido. La noche anterior un punzante dolor me hizo despertar de golpe y sin tregua para cruzar la frontera del sueño. El dolor es como el que traiciona, llega sin aviso. Era un pinchazo agudo e intermitente. Me levanté. Fui descalza a la cocina y tomé un calmante. Mientras bebía percibí a través del cristal del vaso la palidez de la cocina, como si la luz velada de la noche fuera de una transparencia sedosa. Regresé a la habitación y me dormí hecha un ovillo abrazada a la almohada. Me ayudó pensar en él. Con el rabillo del ojo observé la fotografía que había recortado del periódico del día anterior. En ella aparecía un bebé placidamente dormido con la cara de luna llena sobre el pecho de su padre (se conocía que era un hombre por lo musculoso del busto y por el vello) El puño de su mano regordeta estaba cerrado con brío, como si todo su tierno sueño estuviera siendo custodiado por aquellos pequeños dedos. Aquella instantánea me recordaba el cuadro de Klimt que tenía colgado en el salón, el de las ‘Tres edades de la mujer’, en el que aparece el bebé reposado sobre el seno de la madre. Pensé incluso que aquella imagen podría haberse inspirado en la pintura. Sólo era una suposición, claro. No sé por qué me llamaban poderosamente la atención ese tipo de fotografías. Recuerdo que me impactó una que ilustraba la crónica del conflicto entre Rusia y Georgia en el verano de 2008. Una guerra absurda, como todas las guerras. Había una instantánea que recogía el momento en el que un soldado, con el pánico en la mirada, protegía a un bebé que se aferraba con sus pequeñas manos a su uniforme reclamando auxilio, pese a desconocer aún el significado del miedo y de la crueldad. Me pareció que tenía una potente carga simbólica: la vida frente a la barbarie. La inocencia frente a la atrocidad.  

El recorte de prensa que tenía sobre la mesita de noche me recordaba, en cambio, simplemente a él. Porque una de las noches que dormimos juntos sentí que su brazo sobre mi cuerpo me protegía del mundo. Su pecho rozaba mi espalda y su puño, como el bebe de la fotografía, apretaba la profundidad del sueño. Retuve ese instante para guardarlo donde quiera que se destinen los bellos momentos.

Por la mañana persistía el dolor pero con menor intensidad. El resto del día transcurrió con normalidad. Un día de playa con las amigas. Hablamos de lo tozuda que es la vida. De lo diferentes que somos los hombres y las mujeres en los sentimientos. De las distintas formas de amar. De nuestras frustraciones. De nuestros anhelos. Una tarde de playa, en definitiva, con el sol cayendo al mar.

El calmante había hecho efecto y me sentía más relajada. El médico apareció al cabo de una eternidad para preguntarme cómo estaba.
   
Cuando se hubo marchado me incorporé con dificultad para coger mi bolso donde estaba el libro que se suponía iba a leer tumbada en la arena de la playa. Su autora era japonesa. Me había costado entrar en la historia pero al final me enganché. Siempre me ocurría igual con la literatura japonesa. Sus personajes son extraños, a veces con un matiz extravagante, pero después se vuelven entrañables. Como en la vida los libros no difieren mucho de las personas. Me lo había recomendado una amiga. Los últimos libros que leí fueron todos préstamos de ella. Me conocía bien y daba en la diana, parecía que sabía perfectamente en qué momento se encontraba mi vida para ofrecerme tal y cual libro en el que yo, al final, acababa reflejándome como en un espejo.
En el balcón de enfrente un hombre fumaba un cigarrillo. Su silueta era una sombra apenas desvelada por la luz de la farola. La llama desprendía el destello de un faro sobre la oscuridad. La misma melancolía. Cada bocanada de humo era un fluir de pensamientos, cualesquiera que fueran. Detestaba el tabaco, pero siempre me gustó esa deliciosa soledad del fumador. Ese momento de exclusividad, de estar para uno mismo, de detener el tiempo. En las tardes de verano en el pueblo, mi prima, que quería ser profesora de francés, se fumaba siempre clandestinamente un pitillo. Me encantaba su áurea de fugitiva. Su manera tan fascinante de desaparecer. Tenía ciertamente un aire afrancesado. Llevaba el pelo corto como las chicas de París. Una vez en la buhardilla improvisó para su hermana y para mí unas clases. “Bonjour, comment allez-vous?” hacía repetir a mi prima. “Bien, merci”, afirmaba yo. En la facultad estudié que el teatro del absurdo nació en Francia. Me acordé entonces de aquella escena de la buhardilla. Después leí ‘La cantante calva’ y en la obra no había nada absurdo, muy al contrario, latía la insensatez con la que a veces discurre angustiosamente la vida.

Volví al libro que hacía rato sostenía sobre las piernas. Me identificaba con los personajes de aquella historia en su soledad, en ese aislamiento que uno experimenta aún estando acompañado, porque uno puede llegar a sentirse como desterrado entre la gente. 

Ella era una joven japonesa. Una mujer corriente. Cualquiera. Y él, su profesor de japonés. 30 años mayor que ella. Su amistad crecía con la paciencia y la cadencia con la que nacen y mueren los días cuando no se mira el reloj. Ambos se aferraban el uno al otro como la noche a la aurora, para no perderse en la oscuridad. El amor surgió sin buscarlo, aunque era inevitable. En la lucha de ella por abrir su corazón me asomé yo. Ahí estaba, igual que la chica del relato, Tsukiko. “No te hagas ilusiones, no te hagas ilusiones”, me repetía, como ella, porque sabía que sus esfuerzos eran vanos. Tsukiko se quejaba amargamente se estar dialogando, en ocasiones, “con la luna”.
    
La primera vez que lo vi me fijé en su sonrisa. Era generosa. Estábamos en la fiesta de unos amigos. El ruido era ensordecedor así que fuimos fuera. Me recosté en la barandilla de la entrada, presionando, algo tímida, el bolso contra mi cuerpo y él se colocó enfrente casi robándome el espacio. Me gustaba el color de su corbata: del color de las lilas. Y el color de sus ojos: del color del cielo en primavera.     

Me preguntó, así si más, si me gustaba viajar. Debí abrir los ojos como un gato asombrado. Claro que me gustaba viajar. Y había viajado, había estado en Roma, en Londres y en París, pero él se había saltado dos o tres páginas del cuestionario que protocolariamente se supone deberían seguir dos personas que, comienzan la maravillosa aventura de conocerse. No me había preguntado aún quién era yo, salvo mi nombre. En qué trabajaba, de qué conocía a nuestros amigos comunes y por qué estábamos allí. Después me di cuenta, con el tiempo, que por la manera de viajar uno se descubre. Mucho más que siendo funcionario, ingeniero o crítico de arte. Porque la esencia de cada persona está en los ojos, pero no en los de fuera si no en los de dentro, aquellos que sirven para mirar el mundo. Aunque es verdad, ciertamente, que hay personas que carecen de ojos o no quieren o saben tenerlos. Él los tenía  y yo ya estaba entregada a enseñarle los míos. Sólo por aquella pregunta a la que le faltaba la lógica.
    
Él amaba Nueva York. La ciudad de los rascacielos le había hechizado. Uno de los días que vino a visitarme, sentados sobre la arena de la playa, me dijo que Nueva York resumía todos los universos posibles. Se me clavó el azul en calma de su mirada. Una ola rompió en la orilla. Su espuma se expandió. Le pedí que me abrazara. Temblaba. Sería por la brisa que levantaba un fino y penetrante aire frío. Sería por la brisa o gracias a ella.
    
Nuestra relación había seguido el curso de una vela encendida. Con el mismo movimiento de una llama, subiendo y bajando caprichosamente, batiéndose contra el aire para evitar consumirse. Por eso sabía que lo nuestro se extinguiría al igual que esa llama, en cuanto el viento lograra doblegarla, simplemente con un ligero soplo.
     
Si alguien me preguntara ¿Por qué lo amaba? Yo respondería: Porque los sueños forman parte del amor, igual que la noche pertenece al que sueña ¿Por qué amaba Horario a la Maga? Porque ella cortaba las metáforas con sus ojos verdes. Porque sin motivos aparentes, cuando ella no estaba, su ausencia, le dolía en la piel y en la garganta, porque con ella “sentía crecer un aire nuevo”. Porque amar es empezar a construir. El amor tiene sus cimientos, igual que los árboles, raíces bajo la tierra.
          
La primera vez que me besó fue como si hubiese viajado a mi adolescencia. Arranqué la hoja del calendario esa misma noche para que constara que aquel día los labios tenían el sabor de los dieciséis años. El mismo magnetismo. La misma seducción. No tenía edad para arrancar hojas del calendario, pero aún así, quién se resiste a soñar.
      
Su beso tuvo el matiz anaranjado de un enorme pomelo, como el sol que declinaba aquella tarde con toda su curvatura. Hay veces que la vida roza la perfección antes de desvanecerse. Y ese fue, sin duda, uno de esos momentos luminosos. Después, después todo fue distinto, pero yo entonces… qué sabía yo entonces….salvo besar aquellos labios.
     No podemos renunciar al sentimiento. Sería como arrancarse el corazón de cuajo para evitar su latido. Estamos hechos de esa materia que vibra y que circula por las venas como la sangre, con la misma energía e idéntica cadencia.
    
La primera vez que hicimos el amor fue como si dos desconocidos se hubiesen encontrado desnudos, de repente, en mitad de la selva. Y se entregaran a descubrirse, a explorarse el uno a otro, como dos salvajes, tocándose, palpándose, con la pulsión de lo sorprendente concentrada en el vientre. Como si la magia estuviera en ver quién se adentraba más adentro del otro, quién alcanzaba primero el interior del otro. Como si el mundo hubiera existido sólo hasta ese momento y a partir de entonces hubiera que inventarlo todo. Un mundo nuevo de caricias, de besos y de sensaciones.
    
Había entre ambos un deseo de espumas. Sentíamos una atracción inmediata, directa, arrebatadora, como cuando el mar se traga la ola que rompe en la playa y regresa impregnada de arena. Había una seducción de embrujo como una noche hechizada en la que los labios chispean de estrellas y la piel está bañada por la electricidad. Y así una y otra vez y en cada encuentro. Un deseo de tocarse, un deseo de estar, de sentir y de vivir. De plenitud.
   
Por eso ahora trato de comprender aún por qué aquella mañana sentí que, por algún motivo que se me escapaba, y después supe, asistía al final de lo que ni siquiera tuvo ocasión de dejarse apenas soñar. Puedes engañar al mundo, pero no a tus ojos. Los ojos siempre contienen la verdad. Y la verdad es la vida sin artificio, sin terquedad, por eso golpea con fuerza cuando se deja ver. Por eso duele tanto, como la muerte. 
    
Mi verdad apareció en cuanto él pronunció su nombre. El de la otra. El otro nombre. Fue como si un huracán hubiese arrasado mi mar de espumas, como si mi mar de espumas, en su ondulado movimiento, hubiese quedado yermo, agotado por la inesperada tristeza. Un nombre nada más, un solo nombre que se llevaba los besos de pomelo y el color de las lilas. Con el nombre se evaporaba también la ciudad de Nueva York y el azul del cielo, que era el azul de sus ojos. Y se desvanecían las raíces de mi árbol apenas construido y las de mi amor apenas enraizado. Las de mi sueño apenas soñado. O quizás por eso, por soñado y anhelado.
    
Salí de la clínica a la mañana siguiente con la sensación de haber sido arrojada, de nuevo, al mundo. Con el dolor físico disipado, sí, pero intacto el del alma.  Me aferré al bolso como si fuera lo único que hubiese rescatado después de un naufragio y crucé el umbral. Palpé mi libro en el interior. La luz de la mañana tenía la frescura de lo recién hecho, de lo recién estrenado. Sentí el frescor en mi rostro. Caminé. Sonó el teléfono. Quizás fuera él, tal vez,…Pero no lo era. En el escaparate de una preciosa papelería como salida de un cuento figuraba una pequeña bola del mundo y una agenda donde los viajeros de corazón apuntan sus experiencias. Me acerqué al cristal. Los observé. Entré. Quizás fuera una señal. Quién sabe, el mundo es un misterio.   

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