domingo, 5 de agosto de 2012

Periodismo y calidad


Una sale a tomar una cerveza con colegas y no sabe todo lo que puede aprender. Hablábamos de política y de periodismo en una terraza del imperio de los Bonilla en Huelva, que se ha convertido como en el refugio de personas en crisis. “Al menos, tiene uno la sensación de que ha salido a cenar sin que le hayan arañado el bolsillo”, he oído afirmar alguna vez a alguien para explicar el éxito de esta empresa. Hablábamos de política y de periodismo. Había varios periodistas en la mesa. Buenos amigos todos. Entre ellos, un cámara de televisión que tiene que desplazarse a diario para trabajar de la ciudad en la que reside a otra. Como tanta gente, vaya. Pero comentaba que ya ni siquiera le es rentable, que no gana nada hablando en plata. No en estos momentos de penurias económicas en la que cada vez te dan menos por el mismo trabajo. La calidad empieza a no importar demasiado, dijo otro. Y ahí es donde quiero llegar. Ese comentario hizo que abriera los ojos. Este periodista basaba su comentario en su propia experiencia. Su cadena ya no pagaba a un maravilloso cámara con el que hacía buenos reportajes (una información de calidad es un todo. Y un reportaje de televisión sin buenas imágenes es como un árbol sin fruta, una novela con una historia fracasada) Y añadía que un día, sin más, despidieron al cámara con el pretexto de que pedía mucho. Aquél cámara dijo que no pedía mucho, que pedía los mismo por su trabajo. Ahora su tarea lo hace otro, obviamente. Hay montones de cámaras y de periodistas dispuestos, pero ¿qué está pasando con la calidad? Se suponía que era una regla de oro del periodismo. Leo estos días que han despedido a Ana Pastor, una periodista incisiva y brillante. Y me duele, claro que me duele porque en ella se resumen el periodismo y la política y cuando lo segundo no entiende lo primero. Pero van ya tantas Anas Pastor despedidas, que ya no me sorprende nada. Lo único que muchos periodistas, a diferencia de ella, carecen de su popularidad. Pero al igual que ella, la política o la crisis han provocado que terminen sus contratos. La diferencia, de nuevo, reside en que muchos de estos periodistas anónimos en paro tardarán más aún en encontrar un empleo. Y si la calidad empieza a importar un pepino, peor todavía.

jueves, 2 de agosto de 2012

Bolacha

Ayer trajo un amigo bolachas para tomar café. Personalmente me gusta llamarlas bolachas. Son unas pastas grandotas y redondas exquisitas con sabor a pueblo. A mi pueblo. No recuerdo muy bien por qué iba a casa de María cuando vivía en la aldea. Tampoco se me viene a la cabeza la imagen de mí misma emprendiendo el trayecto desde la casa de mi abuela hasta la de María. Pero sí me veo allí, sentada en el sofá junto a la ventana. En aquel pequeño salón. Ni siquiera sé si había sofá o lo ha colocado así mi imaginación. El caso que es que allí sentada esperaba a que María me trajera aquella sabrosa galleta. Me fascinaba su sabor. Me gustaba su sabor especialmente en su casa. María era la mujer de Gaspar. Un matrimonio encantador. Gaspar jugaba a hablarme muy rápido para que no lo entendiera y yo acaba a carcajadas. Yo ya habría merendado, supongo, porque mi abuela Dolores solía ponerme un tazón de café con leche y yo me sentaba en una banquetilla de la cocina a mojar la tostada. Pero la bolacha de María no la perdonaba por nada del mundo. Es curioso, no recuerdo nada más, únicamente a ella viniendo de la cocina al salón con la galleta en la mano. Los recuerdos de mi infancia en la aldea se conservan así: Como las fotografías de un álbum, dispuestas caprichosamente, sin saber qué hay delante o detrás de las imágenes.
Llevo una semana enfrascada en ellos. Tengo una amiga que afirma que no cree en el destino, pero sí en las casualidades. Y una vez leí en una novela que las casualidades hablan. El otro día me crucé con el marino de mi primera maestra: “Mi señorita”. A las primeras maestras se les tiene un cariño y un respeto enorme. Quizás como el que nunca vuelves a tener por nadie cuando te haces mayor, no en esa especie de obediencia y admiración hacia la persona. Yo la recuerdo menuda y dulce. Muy paciente, muy tranquila. Los alumnos de distintos cursos estábamos mezclados. Todos en el mismo aula. Éramos pocos. Cuando pienso en aquello me resulta entrañable. Recuerdo los días de lluvia porque podíamos jugar en clase. Los juegos estaban guardados en un armario gigante. Ella nos decía: “Imaginad que hay un niño muy pequeño dormido al que no debemos despertar”. Y así permanecíamos todos calladitos. Me veo en la fila con el resto de niños con mi pantalón de pana rojo. Un día me hice pipi encima. Estoy segura de que no pude aguantar más. Siempre he sido muy floja para estas cosas, pero el hecho es que me recuerdo perfectamente huyendo despavorida por la vergüenza con el pantalón mojado que me pesaba como el plomo.
  El marido de mi maestra me contó que había venido don Nicolás. Tengo un recuerdo frágil de don Nicolás, porque yo era muy pequeña, pero siempre he escuchado hablar maravillas de él. Debió ser un cura muy especial porque ha dejado una estela imborrable. Un hombre de León que quería enseñar, no adoctrinar, como suele hacer la Iglesia. La gente le adoraba. Mi familia lo adoraba. Yo también, por defecto. Recuerdo estar sentada en la iglesia. En la iglesia de la aldea cantaba todo el mundo. Estaba enamorada de aquellas libretas con las letras de las canciones. La letra era de una intensa tinta morada. Preciosas. Yo me moría de las ganas de tener una de ellas, pero cuando llegaban a mi asiento, pasaban de largo. No sabía aún leer. Sentía una rabia inmensa. En fin, no me parecía justo.
Viví en la aldea en unos años en los que se asistía al declive de una época: el cierre de la mina, la marcha de muchas familias y la desaparición de los pequeños negocios. Mi abuela tenía un estanco. Era un estanco y una tienda. Allí se vendía de todo. Las mujeres se sentaban en el banco a esperar su turno.
  En los tiempos de esplendor de la minería funcionaba además de la tienda, un cine, un bar y una biblioteca. Yo no viví aquello, pero he escuchado hablar tanto. Fueron pocos años, los cuatro o cinco primeros de mi infancia, pero me sorprende la fuerza con la que recuerdo las cosas. Mi abuela me daba un grito para almorzar. Podría estar en vete tú a saber dónde. Entonces los niños jugábamos en la calle, correteábamos por el campo y nos subíamos a las árboles.