domingo, 15 de enero de 2012

Senegal

El aire entraba por el balcón con una suave brisa que erizaba la piel.  Volvió a recogerse el cabello para sentir sobre el cuello la caricia de la noche. Observó las estrellas titilantes en la oscuridad. Su amante yacía placidamente sobre la cama. Exhausto. Habían hecho el amor una y otra vez desde que se encontraron. Casi habían olvidado a qué saben los labios en la vida real. En sueños los besos son hermosos como el fondo marino. En la superficie no queda nada, salvo una sensación maravillosa y volátil al mismo tiempo. Se deseaban como dos adolescentes. Habían anhelado ese momento como se anhela la felicidad en los atardeceres.

     Se habían prometido que Senegal no los cambiaría, pero las promesas de los amantes son como las gotas de lluvia. Duran un instante. Después se secan. Nada puede durar eternamente porque la vida transforma los instantes como la luz del sol el reflejo en los cristales. Los ojos de él regresaban como hechizados. Senegal posee las miserias de un país pobre y las grandezas que jamás tendrán ya los países ricos: el olor, los colores y el tiempo adquieren una delirante belleza que sólo se entiende si se ha estado allí.

     Traía como un halo de energía. Nada más llegar a su apartamento, la besó intensamente como si la vida se hubiese acabado y empezase otra nueva en la que no cupieran los espacios en blanco porque todo hay que vivirlo. Hasta lo silencios. La sentía plenamente. Sus ropas iban formando un camino sinuoso a lo largo del pasillo. Le besó la redondez de sus pechos, le buscó la boca, le acarició el ombligo, se sentía como la lava de un volcán sobre su vientre palpitante, penetró su sexo, abierto para él como una concha de mar húmeda y se sumergió en el infinito. Con él penetró todo su viaje, su experiencia, todo Senegal estaba dentro, en el sexo de ella, fundiéndose de placer.
     Ella se sentía como flotando pero con el vértigo de la inconsistencia del aire. Sentía su fuerza y su aliento. Su cuerpo se había transformado en algo frágil y delicado bajo la piel de su amante. Quería mantener los ojos abiertos para vivir aquello con toda su intensidad, para retratar cada momento como si fueran instantáneas. Ella sabía que los recuerdos, por sí mismos, a veces traicionan las emociones y el paso del tiempo acaba por descomponer los sentimientos más profundos, incluso, contra la propia voluntad. No creía en las promesas y por ello, sentía su piel como la de un ave migratoria cuya libertad reside en el aire y en la inmensidad del cielo.

    Le acarició el cabello fino como hebras de hilo color almendra y descendió la mano por la espalda suave como una melodía. Era como si quiera olerlo y sentirlo todo de una vez, como si quiera absorber la esencia de las cosas, aspirar el alma. Devorarla. Parecía un animal salvaje salido de la jaula. Ella lo observaba, como el que asiste a un espectáculo de danza exótica. Observaba el brillo de sus ojos negros, como dos minúsculas esferas chispeantes. Como el misterio que esconden los pozos en su infinita oscuridad. Aquellos ojos resumían toda la humanidad y la pureza que se puede concentrar en una mirada. Cuando lo conoció se fijó en la viveza de sus ojos. En la expresión astuta e inteligente de su mirada. Toda la belleza residía allí, en aquellos círculos de luz. Él contó que una noche en Senegal sorprendió a la luna reflejada en el lago y que jamás la había sentido tan próxima, ni tan resplandeciente, ni tan maravillosa. Pareciera que su existencia cobrara vida sobre el agua. Hundió los dedos y la luna tembló como si se asustase de la presencia de un extraño. Así es ese país, dijo, lleno de contrastes. Y de hermosura. Te marca a fuego.

     Ella sabía que él ya no le pertenecía. De hecho, hacía mucho tiempo que la había abandonado. Una mujer conoce esas cosas. Cuando un hombre está y cuando su presencia oprime más que la de un fantasma. Lo peor no era imaginar la vida sin él, concebir su ausencia. Lo terrible era ordenar la incertidumbre, asfixiar el vacío hiriente de los días sin rumbo, ahogar la nostalgia de su recuerdo, vivir la vida sin contenido, levantarse cada mañana con la angustia arrancándole el pecho. Incorporarse a la rutina cuando uno no está en la vida. Ese era el miedo. El pánico a la soledad que no se ha buscado, el fondo del pozo al que uno se ve arrastrado injustamente. El limbo cruel y despiadado en el que uno flota como el superviviente de una guerra, como el que sale a flote de los desechos de su propia miseria. 

     Le faltaba el aire, por eso fue al balcón, para abrir los pulmones y que penetrara en ellos la atmósfera de la noche, como cuando el corredor de fondo llega a la meta y necesita respirar con premura para no sucumbir al cansancio. La vida. La vida es incomprensible, funciona sin lógica y sin equilibrio- pensaba. Y el amor forma parte de esa fuerza de la vida indómita. Había deseado su llegada hasta la enfermedad, se la había imaginado infinidad de veces. Soñaba con ese momento como el loco en su delirio. Y ahora sentía morirse. Agonizar en su propio deseo.

     Se había jurado a sí misma que atraparía ese instante y que lo viviría con ímpetu, como cuando se viaja y se quiere ver en pocos días una ciudad o un paisaje. Como cuando era una niña y apuntaba en su diario: “Cuando tengas 20 años acuérdate de mi y salúdame” Y los años pasaban y a la edad de 20 años se sorprendía saludándose a sí misma: “Ya tengo 20 años…” Y ahora que había crecido volvía al mismo juego. Se había dicho para sí: “Cuando regrese disfruta del momento y acuérdate de cuánto lo añorabas”. Pero en la madurez se pierde la capacidad para engañarse a si mismo. Por eso el dolor es más agudo, más incisivo, como el zoom de una cámara fotográfica, que coloca la imagen en un primer plano. Resulta difícil alejar la perspectiva. Con los años, los sueños van dejando paso a la desconfianza. Uno empieza la vida cargado de ellos y la edad va empujando hasta que, al final, quedan unos pocos y esos quizás nunca llegan a cumplirse. Como el que atesora recuerdos del pasado pensando que así conservará algo de los años vividos.
  
     Empezó a sudar. Sentía el frío calándole los huesos. Volvió para marcharse, pensó. Él le había explicado que se sentía perdido en el mundo en el que ella se encontraba perfectamente instalada. Que la libertad que él necesitaba la hallaba en aquellas aguas, bajo el mar, en el universo marino y en aquellas tierras, en aquellos paisajes inhóspitos, pero impregnados de magia. “La gente allí te lo da todo con una sonrisa”, decía.
Se aferró al borde del balcón. Se sintió desfallecer. Se escuchaban algunas risas lejanas.  La vida parecía diminuta desde arriba. Quizás no fuera tan difícil lanzarse al vacío. Ni tan doloroso. El impacto de la caída, después…ya no habría después. Peor sería reconstruir la vida por la mañana. Eso sería un final mucho más lamentable. Qué vida se puede construir cuando no se tiene vida, afirmaba. Miró atrás e hizo un tímido movimiento de inclinación.

    “¡Mamá!” oyó como una voz venida del desierto. “Mamá hace frío ahí fuera, vamos entra”. “¿Otra vez esa pesadilla? ¿Otra vez aquella historia de Senegal?”.
    Ella miró aturdida su cama. No había nadie. Hacía muchos años que su cama estaba vacía. Se recostó de nuevo. Sintió, en cambio, el calor humano, como si alguien acabara de marcharse.         

    

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