jueves, 19 de diciembre de 2013

El niño que llevamos dentro

Cuando era niña mi abuela solía ponerme una copa que yo rellenaba de agua. Jugábamos a ser mayores. Me encantaba beber en esa copa, era un privilegio anhelado que estaba reservado solo a los adultos. Ponía aceitunas y queso en un plato. Escondíamos los huesos debajo del hule por si entraba mi madre, que las detestaba. Éramos dos fugitivas transgrediendo las normas domésticas. Los recuerdos de los abuelos son entrañables. Aquella complicidad era hermosa porque suponía compartir los secretos de un universo reservado para las dos. Me gustaba ponerme sus gafas de cristales gruesos y dar tumbos por la casa comprobando cómo el suelo se deformaba a mis pies. Y escuchar sus cuentos a mediodía. María era un personaje ficticio a la que le gustaba la siesta tanto como a mí. Es decir, nada. Después, ella enfermó de Alzheimer y entonces los cuentos formaron más parte de su mundo que del mío. Siempre he pensado que se marchó a un lugar donde los cuentos son como las primaveras eternas. La infancia es una etapa rosada de la existencia porque los niños no tienen miedo a soñar. La fantasía es algo que dejamos, con los años, para la intimidad. Reconocernos en el niño que fuimos nos sonroja porque en la madurez renunciamos a los sueños. Los niños son valientes. Me contaba la madre de un amigo que cuando éste era pequeño tenía un muñeco que se llamaba Pancho. Pancho era diminuto. Tampoco era el mejor de los juguetes. Pero se convirtió en un ser inseparable. Lo llevaba a todas partes. Él mismo se encargaba de ponerle voz y dotarle de humanidad. Una vez, durante un viaje a Úbeda, olvidó a Pancho en casa de su tía. Fue un drama familiar. Su madre tuvo que telefonear para pedirle que enviara de regreso a casa a Pancho. Esa fidelidad por las cosas sencillas es una lección para la vida. En el proceso a la madurez perdemos algo de todo eso. Nos volvemos incapaces de amar a Pancho porque tememos reconocer nuestras debilidades y porque eso sería poco menos que invitar a que nos acusaran de frívolos. Pero es hermoso dejarse llevar y hacer aflorar el niño que fuimos y que aún no ha desaparecido del todo de nosotros.

martes, 19 de noviembre de 2013

El Sentido de la vida

Uno no va por ahí con el sentido de la vida colgando del cuello, como si fuera una cadena de plata. En la mayoría de los casos, realmente el sentido de la vida es algo que se siente, que viaja con nosotros en nuestro interior: Desayuna, se ducha con nosotros, lee el periódico, entra y sale, va y viene, está en lo que hacemos, pero sin salirse de su espacio, sin dar ruido y sin dejarse ver. Sabemos que está ahí, aunque tenga el sueño profundo y sereno de un niño. A veces, las cosas que nos ocurren, los acontecimientos del devenir cotidiano nos hacen reflexionar sobre nuestro sentido de la vida. La pregunta es inquietante. A poco que uno quiera abordar la cuestión sin mucha hondonada, se sumerge de lleno en un terreno desconcertante e ingrávido. Cuando nos sentimos frágiles, abandonados, perdidos. Cuando sentimos que la gente que queremos se siente frágil, abandonada o perdida, queremos conocer qué sentido tiene la vida. Nuestras debilidades nos impulsan a pensar qué sentido tiene todo esto. La fugacidad de la existencia, también. Vivimos a un ritmo vertiginoso, Ansiamos la felicidad pero, al mismo tiempo, sentimos que estamos en una espiral sin sentido. Por eso, me gusta tanto el libro ‘El hombre que plantaba árboles’ porque su autor, el francés,  Jean Giono, nos enseña a través de su personaje, que el sentido de la vida puede ser algo tan sencillo como no pretender nada. No crearse expectativas no significa que uno tenga que echar por la borda sus sueños. Significa escuchar el sentido de la vida. Prestar atención a la respiración acompasada del niño que dormita. Hallar el aliciente que nos impulsa a hacer lo que deseamos. Porque eso es vivir y no sobrevivir arrinconando y ahogando lo que nos importa. Muchas veces nos empeñamos de forma testaruda, como en una rabieta infantil, en que cobren peso nimiedades y menudencias. No nos paramos a calibrar. Pero, cuidado, porque algo tan aparentemente sencillo es quizás la tarea más complicada de nuestra agenda diaria. Porque todos sabemos, a poco que nos sentemos a madurar un segundo sobre ello, qué nos reporta paz, qué nos da tranquilidad y cuáles son nuestros valores. El hombre que plantaba árboles, para asombro de todos, encontró el aliciente de su existencia en esa acción que da título al libro. Una canción que se ha convertido en un canto a la naturaleza.  A veces aprender a valorar lo que realmente merece la pena nos lleva toda una vida. Por eso, cualquier día, como hoy, sería perfecto para empezar.

miércoles, 23 de octubre de 2013

Memoria histórica

Cuando te asomas a episodios lamentables de la historia de tu país, como la represión franquista, se te encoge el gesto. Se explica porque cada uno de nosotros formamos parte de ese relato, aunque quisiéramos salirnos de él de forma despavorida, como en un cuento de terror. No podemos. Si esa historia, para más inri, se resume en la historia de tu ciudad o de tu pueblo, entonces la mueca de dolor y de tristeza se agranda. Se dilata.
La Guerra Civil y la dictadura posterior nunca se enseñaron bien en las escuelas. A decir verdad y haciendo memoria no recuerdo si realmente llegamos alguna vez a alcanzar la posguerra en el temario o quizás nos sorprendió el verano y entonces ya era demasiado tarde. Con el tiempo y la madurez, uno descubre que la calle de tu pueblo por la que cruzabas casi a diario tenía el nombre de un hombre terrible: El del general franquista Queipo de Llano, un hombre que está enterrado con honores en la basílica de la Macarena en Sevilla a pesar de ser el responsable de acabar con la vida de mujeres y hombres afines a la República.
Me acordaba de todo esto leyendo este pasado fin de semana el artículo de Manuel Vicent titulado ‘Mártires’ en el que retrata esa contradicción ¿insuperable? que aún hoy caracteriza a este país cuando desempolvamos temas vidriosos como éste: La Iglesia ha beatificado a 522 religiosos de la Guerra Civil mientras otras víctimas de la misma guerra yacen olvidadas en  cunetas. En los procedimientos judiciales militares abiertos a onubenses durante el franquismo, que ahora la Diputación está digitalizando, hay historias estremecedoras: Como la de un marinero que fue denunciado por una ventera por dibujar con su dedo sobre el mostrador del bar la hoz y el martillo, o los portugueses que fueron fusilados en La Puebla de Guzmán (de nuevo la mueca de tristeza, porque es mi pueblo) cuando eran simplemente ciudadanos extranjeros y a lo sumo debían ser puestos en la frontera de vuelta a su país. El historiador José María García Márquez, que dirige el proceso de catalogación de todos esos procedimientos judiciales, ha afirmado que se aprenden muchas cosas asomándose a estos expedientes. Entre otras cosas la dinámica fría, calculadora y represiva de la dictadura que funcionaba como una máquina desprovista de valores. Pero estas cosas no nos las enseñaron. No empezamos ni por nuestros pueblos. No conocemos nuestra historia más cercana. Lo más triste es que seguimos igual.  

viernes, 13 de septiembre de 2013

Consejos contra el desamor



Llevo varios días tratando de transmitir a varios amigos que en los últimos días me han expresado su dolor tras una ruptura sentimental, de estas de verdad, de las que te dejan fuera de órbita por un tiempo indefinido, que sé lo que están pasando. No solo eso. Que sé realmente cuál es el sabor cetrino que deja el desamor. El abatimiento que se apodera de ti, como si empezaras amargamente a descender desde una altura considerable y lo que menos te importase fuera dónde vas a caer. A veces resulta tan punzante que se te queda un poso de por vida para avisarte de vez en cuando, por si te ocurre dejarte amar otra vez, que alguna vez sufriste. Siempre he pensado que cuando el desamor conduce a una tristeza indisoluble, que ni el tiempo, que tiene esa capacidad secreta de minimizar los sentimientos es capaz de atenuar, es que la espina dorsal que sostiene nuestra estructura sentimental ha quedado dañada.
Curiosamente los desengaños amorosos de mis amigos han coincidido con que en estos días leo ‘La loca de la casa’ de Rosa Montero. Es un libro que trata sobre el arte de escribir, de la pasión por la literatura, pero también habla de amor. Rosa Montero afirma que lo que bulle en la cabeza de un escritor cuando se apodera de él una historia que contar y lo que hay en el corazón de un enamorado es prácticamente la misma locura. Es casi la única locura que se permite exteriorizar el hombre, viene a decir la autora. “El amor es el mayor invento de nuestras existencias inventadas” señala ella. El caso es que cuando nos toca vivir esa locura no pensamos en su futilidad. Ni siquiera que podamos haber inventado todo nuestro dolor, tan palpable y tan presente, por otro lado. De hecho, resulta tan arraigado, tan cierto, que parece que nunca te va a abandonar ese sentimiento de vaciedad.
Con todo, estoy convencida de que la vida nos ha dotado de los resortes necesarios para redirigirnos. Para comenzar de nuevo. Sin olvidar, ya lo he dicho. Pero sí para trazar los nuevos puentes de nuestra existencia, inventada o no. Diría más. No estoy convencida. Lo sé.

domingo, 11 de agosto de 2013

The Dreamers

Una banda se define por sus composiciones y por su gente. La afinidad que sienten las personas entre sí es algo en lo que poco se puede trabajar desde fuera, porque surge en forma de destellos invisibles y es difícil de explicar con palabras. En el último concierto que ofreció el grupo onubense The Dreamers en Luz de Mar hubo esa explosión de destellos. Se palpó esa unión que hace que las cosas resulten especiales. Porque uno puede asistir a un concierto y vibrar con la música y con la profesionalidad de los artistas. Y puede igualmente asistir a un concierto, vibrar con la música y sentir que la profesionalidad de los artistas te contagia de fantásticas sensaciones. The Dreamers hace un estilo musical que se conoce como doo wop. Un estilo que marcó a jóvenes de los años 50 y 60 aunque sus raíces estuvieran en las comunidades afroamericanas de los años 40. Sus canciones son como si diferentes latidos se transformaran, de repente, en uno único y maravilloso. Su armonía vocal es como si echaras a volar un avión hecho de papel y se dejara flotar por una sedosa melodía musical. Y al mismo tiempo tiene un punto de rebeldía callejera. Porque la música doo wop nació en las esquinas de las grandes ciudades. El street corner es el lugar emblemático donde emerge y se desarrolla el género. En la música como en la literatura ocurre lo mismo: Lo importante es el discurso total. No solo las canciones, no únicamente las buenas voces, como no lo son simplemente las palabras bien construidas o una bonita historia. Lo importante es la conexión. Por eso digo que sus cuatro componentes hacen visible lo invisible, lo que no se ve pero se percibe, cada vez que actúan. Que esa conexión cobra presencia como algo mágicamente palpable sobre el escenario. Y ese es el mejor regalo que un grupo puede dar a su público. Es impresionante pero ocurre como con las personas, cuando en el interior hay sinceridad, se transparenta. Cuando algo es auténtico, se ve.

jueves, 18 de julio de 2013

Punta del Moral

El viejo barrio marinero de Punta del Moral en Ayamonte evoca una de esas ciudades de ‘La Ciudad Invisible’ de Italo Calvino. Posee el aire de las ciudades italianas que visité cuando era estudiante. Si no miras al frente, donde se levantan tristemente los grandes edificios del desarrollo turístico y concentras tu mirada en la ría, donde reposan aletargados los barcos pesqueros, la visión es absolutamente embriagadora. En ese lugar, los pescadores se afanan en sus labores. Es como si siempre hubieran estado ahí. De forma perenne. Exactamente en ese marco de la ría, trajinando con las redes para darle autenticidad al paisaje. Algunas mujeres los contemplan desde la orilla. Los niños brincan por las rocas como saltamontes hechos al lugar. Es fantástico que esa estampa, serena, impregnada de paz, perdure y se contraponga al mismo tiempo con la agitación de los turistas que colonizan como bandadas humanas la nueva barriada, símbolo del desarrollo económico.
Punta del Moral entraría, volviendo a Calvino, en la categoría de esas ciudades confusas en su extensión. Lo que llama tremendamente la atención es el espacio. Uno va conduciendo con el temor de que en cualquier momento va a desaparecer: O la carretera, llegado a un punto. O uno mismo, disuelto en el paisaje. Por eso, cuando se llega finalmente al destino hay una sensación de alivio que te sosiega el alma. Es un barrio precioso. Y no únicamente porque la luz la baña plenamente sino también porque es un rincón de la provincia de Huelva donde lo perdurable cobra presencia.  

miércoles, 5 de junio de 2013

Antonio Muñoz Molina



Me alegro tanto de que Antonio Muñoz Molina haya ganado el Premio Príncipe de Asturias de las Letras que, de alguna manera, como lectora, me siento gratamente compensada por haberme fijado en un escritor como él. Yo lo descubrí, supongo que como muchos, por sus artículos en Babelia cultural de los sábados en el País. Maravillosas reflexiones sobre el arte, la literatura, los viajes y la vida. Creo que no se puede pedir más al comienzo de un día. De hecho, durante muchos sábados convertí la lectura de su artículo en un ritual: El café calentito en las manos y el artículo de Muñoz Molina invitándome a soñar recién despierta.
Lo que me gusta de Antonio Muñoz Molina es su capacidad de ponerte lo excelso y lo sublime al alcance de la mano. Es una delicia caminar de su mano por los museos de Nueva York y del mundo y descubrir las vidas de autores gracias a su mirada. Su forma de concebir la cultura, sus gustos, sus inquietudes. Su manera de explicar las cosas es fascinante. A veces es una mirada proyectada desde cualquier plaza del mundo. A veces es su propia experiencia, como relataba este sábado, a propósito de Caravaggio, visitando pinturas de autores importantes para él, la que se te contagia como un privilegio.
Pero lo que más me gusta de Antonio Muñoz Molina es la presencia irrenunciable de sus raíces. Un hombre de un pueblo andaluz que un día fue a estudiar a Madrid. Cuando relata sus comienzos; cuando habla de su Jaén natal (nació en Ubeda) me siento plenamente identificada, pese al salto generacional que nos separa. Es porque la gente que hemos vivido en pueblos compartimos vivencias, estoy segura. Diría más: Compartimos sensaciones. Una evolución para adaptarnos a la ciudad. Una percepción de las cosas que permanece pese al paso del tiempo. Una esencia insustituible. La imagen de Jaén que Muñoz Molina desgrana en sus artículos evoca en mi recuerdos de mi infancia en la aldea de mi pueblo.
Quizás no sea el más representativo de sus libros pero le tengo un cariño especial porque lo leí un verano por casualidad: ‘En Ausencia de Blanca’ es la historia de un funcionario corriente que se enamora de una mujer apasionada por la cultura y el arte. Hay un choque de mundos. Un cruce de universos que nada tienen que ver, antagónicos. El orden de él y la locura de ella, que, sin embargo, convergen y se complementan. Me gustó porque retrata muy bien el corazón contradictorio del ser humano. El hombre está lleno de pasiones complejas. El miedo del protagonista a que Blanca desapareciera de su vida, que él consideraba anodina y aburrida no es más que la metáfora del miedo que todos experimentamos cuando la pulsión por algo nos sobrepasa, cuando nos sentimos sabedores de rozar los sueños.

miércoles, 8 de mayo de 2013

Cine Fantasio

Me gustaría viajar en una máquina del tiempo. No para enmendar el pasado. Los errores, errores son al fin y al cabo. De alguna manera, sin ellos, sin los errores, no seríamos quienes somos hoy. Digamos que no seríamos nada. Lo decía porque, a veces, tengo la sensación de que me hubiese gustado estar, haber vivido ciertos momentos que considero maravillosos.  
Un amigo me contó que, de niño, iba mucho al cine Fantasio. Gran parte de su amor por el cine hoy tiene su origen en los ojos de ese niño. Su padre fue quien lo llevó por primera vez. Su padre era, igualmente, un hombre fascinado por el cine. La misma fascinación que le contagió a él siendo un crío. El cine Fantasio ya no existe. Hoy, en su lugar, hay un restaurante italiano. Pero esas salas tenían un sabor. Poseían un valor. El cine simbolizaba un barrio. El arte llevado a la gente corriente. Representaba una época en la que los domingos se iba al cine de tu zona. Hoy los cines son otra cosa. Se han desplazado a los centros comerciales. Son lugares de ocio como lo pueden ser los parques temáticos y hasta los museos. Son espacios para el consumo. Concebidos para ello. Pero han perdido el sabor auténtico. Ya no hay, en definitiva, cines como los de antes.
Allí, en el cine Fantasio, este niño al que el flequillo casi tapaba los ojos, vio por primera vez la película de King Kong, toda una revolución para la época. Fue tal su impacto en la gran pantalla que su padre tuvo que sacarlo inmediatamente de la sala. Estaba aterrorizado. Y hoy recuerda aquello con dulce nostalgia. En esa misma sala descubrió que su héroe era Indiana Jones. Que él quería ser ese hombre de mayor: Tener su misma fortaleza y su misma valentía. Ser un hombre de aventuras. Los ojos de ese niño se impregnaron entonces de esa magia. Y aún hoy esa magia persiste. Igual que entonces. Hay sensaciones maravillosas que captamos en nuestra infancia y que ya jamás nos abandonarán. Son para siempre.
Después la vida puso a mi amigo contra las cuerdas. Y sí, tuvo la oportunidad de demostrar el héroe que asimiló en la oscuridad de aquella sala de cine de barrio. Y venció su enfermedad con furia, como Indiana Jones lo hiciera en sus películas. O mejor que el personaje de ficción, porque él lo hizo en la vida real, que es donde uno debe demostrar que es un héroe de verdad.  
Decía que me gustaría viajar en el tiempo para estar allí. Para acompañar a mi amigo a esa sala de cine. Para compartir ese momento de luz en el que uno atrapa esos pequeños destellos que nos marcarán de por vida. Le hubiese apretado con fuerza la mano para que ya jamás tuviera que marcharse por tener miedo de King Kong. Para transmitirle paz. Porque de alguna manera, escuchándolo hablar, rememorando su pasado, sentía que estaba como enamorada de aquel crio al que nunca conocí.

lunes, 1 de abril de 2013

Café 2014

Como afirmó en un maravilloso artículo Ángeles Caso, solo deseo recibir momentos de belleza. Impregnarme de pequeños de esos fragmentos de delicadeza, calarme de esa lluvia fina. Ser ahora. Sentir ahora. Vivir ahora. Es la única manera de escapar de la tiranía de la felicidad. La felicidad es un espejismo. Una añoranza. Por eso es tan importante mantener los ojos abiertos para apretar con los dedos esos pedazos casi invisibles de bienestar que flotan en el aire como azúcar glasé. No señor, no estamos acostumbrados a percibir la felicidad. Estamos entrenados en matizar la tristeza. En enredarnos en el dolor y en enriquecer el hueco de lo que no tenemos. Poseemos mucho. Y en lugar de valorar nuestras pequeñas conquistas diarias, parece darnos gusto revolvernos en nuestras carencias. Como si nos asustara vivir con plenitud. Y sin el como. Nos asusta vivir con plenitud. Vivimos en un constante pedir, pedir y pedir. Sin tiempo para abrazarnos. Sin tiempo para entrenarnos en la propia caricia. En nuestros propios agasajos.
Me comentaba una amiga que recorría estos días metida entre cajas de recuerdos y que el pasado la estaba asfixiando de añoranza. No somos capaces de hacer limpieza de nuestras vidas. Nos dejamos invadir por una nube de polvo del grosor de una pena insoluble. El pasado: Pero ¿Por qué nos afecta tanto el pasado? Si todos somos conscientes de que el presente es lo único que podemos tocar con nuestras propias manos, por qué no actuamos ¿Por qué no cerramos las puertas que no impiden avanzar? Otro amigo me dijo que no tenía coraje para olvidar. Y yo sé que es un valiente. Ciertamente el tiempo es el antídoto contra el pasado. Pero es un brebaje que no sana de inmediato. Hay que armarse de paciencia. Y la paciencia es la virtud más complicada de practicar para el ser humano, de por sí, ansioso e insaciable. Por eso le he dicho que en abril de 2014 quedamos para tomarnos un café a las once de la mañana en un bar determinado. Falta un año. Pero es para ver si verdaderamente el tiempo ayuda.
¿Y si nos pusiéramos deberes? Como empezar a aceptar el juego de la vida: A aceptar, por ejemplo, que nuestras pequeñas heroicidades, por minúsculas que parezcan, son grandes pasos para la conquista de nuestro bienestar. Quitarse el polvo, arrojar las cajas del pasado, desprenderse del lastre. Si el tiempo lo da todo es mejor caminar hacia el tiempo. No avanzar con el pie cambiado. Que es caminar con los ojos vendados. Que es como tropezar de forma constante y sin remedio.

martes, 12 de marzo de 2013

Es tan fácil mentir

Sí, es verdad: Es fácil mentir. Quizás estemos viviendo este deslucido momento porque todos nos hemos visto envueltos en una gran mentira. Una mentira de la dimensión de un océano que lo engulle todo. Manuel Vicent escribió en un artículo titulado ‘Levedad’ que las épocas convulsas han aportado históricamente grandes pensadores, grandes artistas y grandes intelectuales. Eso ocurrió en vísperas de la Primera Guerra Mundial y en el periodo de entreguerras. Vicent cita así a Grosz y a muchos otros, en todas las facetas del arte y del pensamiento: Freud, Picasso, Joyce, Sartre, Camus y Heidegger.  Me pregunto qué aportará la nuestra en la que parece cundir el pesimismo como máxima expresión artística.
Me comentaba un médico, votante de derecha, con muchos años de profesión, que ni la sanidad, que ha sido un sector respetado, se salva actualmente de la desazón que lo irradia todo. “Y es indiferente quién esté en el poder”, decía. “Todos mienten”, añadió. Siempre he creído que los votantes de derecha son fieles a su voto. La afirmación de este profesional me lleva a pensar que el descontento es de tal calado, que aquí no se salva ya nadie. El descrédito y el desánimo político es hoy una mancha negra que cala con fuerza los huesos de toda la sociedad .
Argumentos hay para la rabia, sin duda. Hay mucha gente que lo está pasando muy mal. Pero, es verdad, parece que estamos anestesiados. Sí, nos echamos a la calle. Hay manifestaciones: Contra los recortes, contra las mentiras, contra el pesimismo en general, pero vamos como robotizados. Falta nervio. Es como si el desánimo y el escepticismo fueran los máximos valores que podemos aportar en esta desesperanza que vivimos. En lugar de luchar, entran ganas de no luchar, en lugar de pelear, hay deseos de no pelear, como de no votar, como de no pensar. Total: Todo es igual ¿De no votar? Sí, de no votar. He escuchado a mucha gente y gente preparada afirmar que entran ganas de no votar. Es el cansancio y la postración más grande a la que nos están abocando.
Mi propia sobrina, estudiante de tercero de Trabajo Social y a uno de graduarse, me comentó compungida hace días: “Mi carrera no tiene futuro” “¿Qué voy a hacer cuando termine?” Le respondí: “No mujer, esto tiene que acabar algún día”. “Ya verás como sí”. Yo misma mentí. Es tan fácil mentir. Mejor mentir que invitarla a rebelarse.  

lunes, 28 de enero de 2013

Estrellas de mar

El cielo de Madrid, de Julio Llamazares, es un libro que habla del paso de la adolescencia a la madurez. Un recorrido que se desarrolla a través de su protagonista: Un pintor que ha logrado consolidar su estilo cumplidos los 30 años. Al margen de otros argumentos de fondo que envuelven la historia, lo que me fascina de esta novela es la mirada hacia atrás que realiza el personaje. Como el que lleva ya muchos folios escritos de su vida y necesita echar un ojo para revisar. Nos pasa a todos. Y suele ocurrir cuando uno tiene treintaitantos. Es un buen momento para reflexionar sobre lo que uno ha hecho, está haciendo o ha dejado de hacer en la vida. Curioso. A veces entran ganas de llorar. Y otras de desternillarse de risa.
Los treintaitantos son una edad cojonuda. Julio Cortázar en ‘Rayuela’ afirma que a esta edad (aunque él la sitúa en los 40) el hombre empieza a colocarse los ojos en la nuca. Cuando sitúas tus ojos en la nuca es porque estás a punto de convertirte en un nostálgico. Cuidado con eso: Puede ser un arma de doble filo.
Le contaba a una amiga que a esta edad uno experimenta cosas alucinantes en la evolución de su vida. A diferencia de la evolución de la vida: la evolución geológica, la biológica, la que sea, la humana no necesita de siglos para mover los cimientos de su comportamiento. Una década puede bastar para darse cuenta de si se ha estado haciendo justamente lo contrario a lo que se perseguía. Por eso, muchas personas, llegadas a la treintena (y más….) empiezan a reconstruirse de nuevo. Son años de contrastes. Porque se deja atrás la inocencia de la adolescencia, la primera madurez de los veintitantos, que después uno descubre que sólo era un espejismo y que realmente se era demasiado joven para hablar de madurez. Y se empieza a entender lo que es vivir.
Creo que en la vida somos como estrellas de mar, estas especies maravillosas que pueden regenerar sus brazos cuantas veces quieran. Porque los seres humanos nos regeneramos igualmente y de una manera asombrosa. Pero una vez traspasada la frontera de los 30, esa capacidad de regeneración se ralentiza. Por eso, empezamos a actuar con mayor precisión, a no dejarnos llevar con facilidad, a blindarnos frente al sufrimiento, a arrojarnos con seguridad, a aventurarnos pero no sin red. Porque los ojos de la nuca nos advierten y nos protegen.