sábado, 29 de diciembre de 2012

Sueños



Llevo días pensando que la vida es como una bestia salvaje a la que uno quiere dominar con la fuerza de un vaquero. Pero su furia indómita escapa a cualquier estrategia para amansar fieras. Esa sensación de impotencia ante nuestros anhelos nos genera frustración. Es como si fuéramos actores con los papeles trastocados en la representación de un acto: “Oiga, que yo debería tener el papel de…y, en cambio,...estoy representando este otro en el que no me hallo”. Creo que, con los años, se va descubriendo, no sin cierto asombro todavía, que los papeles, de hecho, están invertidos: La vida posee la fuerza del vaquero y uno se descubre siendo esa fiera salvaje finalmente domesticada. Y se aprende a no rugir ante las mordidas que asesta el destino, si es que existe un destino que dirige nuestras vidas. Y se aprende a no esperar nada. A digerir los golpes. Bueno, a no soñar es imposible, porque sería como segarle a uno la existencia, pero sí a soñar realidades. Uno comienza la vida soñando infinitos y acaba soñando verdades como puños a golpe de tropiezos. O incluso a no permitirse soñar demasiado. Soñar puede dejarte mutilado. A todos nos ha pasado alguna vez: Que nos han partido en dos algún miembro de nuestra esencia. Y desde entonces caminamos, vamos hacia delante, pero ya no es lo mismo. Se nos nota la cojera. Todo el mundo cojea de algo. Resulta sorprendente. Con el paso de los años, oí decir a un director de cine, uno descubre que los sueños que te contaron no van a cumplirse. Es frío aceptar esto. Es como si el mundo fuera conformándose a base de estalactitas de hielo en el interior de una gruta en la que uno quisiera tener bolas de fuego para poner a hervir su propia sangre. Escucho a mí alrededor a fieras dóciles y amansadas. Yo misma, una más entre ellas, me he visto desprendiéndome de algunos sueños en los que creía con todas mis fuerzas. Ayer mismo, sin ir más lejos, dejé escapar uno sin remedio.Con toda mi tristeza, cierto. Pero sin deseos ya de echarme a correr para cambiarlo.

miércoles, 12 de diciembre de 2012

Postal Navidad

Hace unos días se le resbalaron dos lagrimones a una amiga. “Yo no lloro”, me dijo, como si las lágrimas caídas de sus ojos la estuvieran delatando, a traición. Realmente, es una mujer fuerte, pese a sus lágrimas. Su marido está enfermo. Y la imagino apoyándolo, dándole cariño, manteniendo el tipo, sujetándose con hilos de acero el ánimo para no desplomarse ella misma. No se me ocurrió otra cosa que darle un abrazo. Apretarla contra mí. Porque, qué palabras pueden consolar a alguien que está sobrellevando el sufrimiento de quien ama. De su compañero de vida. La persona que le ha dado sus hijos. Con la que los ha criado. Y con la que ha madurado. Con la miel y la hiel que una vida te aporta. Una vida en común. Unos recuerdos que, supongo, desfilan delante de su memoria como los fotogramas de una película en blanco y negro. Y ahora, la enfermedad, como despedida. Es cruel. Es cierto, deberíamos empezar a vivir al revés: Siendo viejos y enfermos, primero, y abrazando la vida con toda la juventud y la lozanía que te brinda la existencia, al final.
Hace unos días también, otra amiga, que perdió a su pareja de forma inesperada este pasado verano, me invitó a tomar café a su casa. Tiene un piso hermoso, coqueto, cálido. Lleno de recuerdos. De él y de ella. De los lugares que han compartido. Yo me pregunto: ¿Qué se hace con los recuerdos cuando las personas que más queremos nos dejan? Ella es valiente. No los ha borrado. Muchas veces nos empecinamos en eliminar torpemente el rastro de las cosas que nos siguen importando. Ella no. Su casa mantiene el espíritu de él en sus recuerdos intacto: En cuadros que cuelgan de la pared, en las sonrisas compartidas, en objetos que forman parte del puzzle de su historia. Para el café trajo unas tazas, unos platos y hasta el azucarero que parecían sacados de una postal de otro tiempo. Ella me recuerda a una pintura victoriana. Tiene esa languidez en su expresión de las mujeres que se dejaban reclinar en el sofá o sobre un lago con la mirada viajera. Mi amiga es justo eso, una mujer con una mirada viajera. Y ahora que está cimentando su mundo, desafiando a la nostalgia y a la pérdida con la entereza de las mujeres valientes, se ve a sí misma viviendo fuera, en otro lugar. O en el lugar en el que ella se sintió feliz alguna vez. EL recuerdo la acompaña y la fortalece. Toda una lección de arrojo.
La Navidad es una época de contrastes. Porque junto a esa descarga eléctrica de felicidad obligada que sienten muchas personas, está esta otra sensación de melancolía sobrevenida, que tienen otras. Las palabras se quedan huecas cuando una se topa con experiencias así. La vida nos coloca en situaciones ante las que solo quisiéramos gritar. Los seres humanos estamos hechos de una materia que no soporta el sufrimiento. Sin embargo, sufrimos porque somos sensibles. Porque estamos hechos de sentimientos. A mis amigas solo les digo que somos como los girasoles, que necesitamos del sol para vivir. Aunque exista el dolor, miramos hacia el sol, que en nuestro caso es la Felicidad. Esa es nuestra grandeza.

martes, 27 de noviembre de 2012

Madrid 2012

He descubierto que los lugares resultan malditos o divinos en función del ánimo con el que uno se acerque a ellos, de la persona elegida para visitarlos o de las circunstancias que envuelvan el viaje. Es difícil que todo confluya, pero a veces, ocurre, como cuando se dan ciertos fenómenos estelares.  Siempre he pensado que tengo una deuda pendiente con Londres. Tengo un poso de malestar que debo liberar. He hablado miles de veces de ello. No es la ciudad. Reconozco que es hermosa y bien organizada, tal y como la soñé. Pero no es eso. Necesitaría pasearla de nuevo. Respirarla una vez más. Reencontrarme con ella para que no se me cruce una mueca de disgusto cada vez que alguien me dice que Londres es una ciudad fantástica. Las estrellas no estaban para mí, cuando visité esa ciudad.  Debo volver, me digo, a veces.
Algo parecido me ocurría con Madrid, la ciudad donde estudié. Hacía mucho tiempo que tenía pensado regresar y reconciliarme. Regresar a un lugar no es cuando se vuelve físicamente sino cuando se  es consciente de que ha llegado el momento de la reconciliación. Es lo que me ha ocurrido este pasado fin de semana. La ciudad me ha acogido como nunca me he sentido en ella. Ha sido como el encuentro de dos viejos amigos que se abrazan y olvidan las diferencias que tuvieron un día. Tuve una relación amor-odio durante los cinco años de la carrera. A veces sentía que odiaba la atmósfera asfixiante de una ciudad inabarcable y cosmopolita hasta la locura. Otras, dejaba enamorarme fácilmente. Desconocía entonces que simplemente estaba creciendo en ella. Madurando. Tenía 18 años.
Las ciudades cambian como cambiamos las personas. En esencia seguimos ahí, pero somos otra cosa. Eso es lo que pensé este fin de semana paseando por la Gran Vía. Madrid está aquí. Yo estuve aquí. Viví aquí. Me desenvolvía por estas calles. Mi piso estaba allí ¿Vivirá alguien? Pero realmente Madrid es ya otra cosa. Otra gente. Otro tiempo. Eso pensábamos mi amigo y yo mientras tomábamos café en la Plaza Mayor. Cada cual con las fotografías de su tiempo en la cabeza. Yo hacía 13 años que no tenía conciencia de haber regresado a Madrid. Mi amigo 20. Estábamos como hipnotizados. Hechizados por el embrujo que surge de contraponer el presente con el pasado. Como cuando se abren los álbumes familiares y te descubres con extrañeza de pequeño. El tiempo pasa. Es increíble la velocidad que la vida imprime a los recuerdos. Y de repente, el azar o la confabulación de las estrellas, te sorprende viéndote 13 o 20 años después recorriendo la Puerta del Sol, buscando la misma tasca donde te tomaste hace tanto tiempo un bocata de calamares o la estatua del Cascorro, porque los domingos solías pasear por el rastro de La Latina. Eras tan joven. Eras tan inocente. Que asusta.
Las ciudades ofrecen oportunidades. Madrid me ha brindado una segunda. También es verdad que las estrellas estaban de mi parte esta vez. Esta vez sí. Puede que crea a partir de ahora en los ángeles, como en el libro de ‘Ru’, ese “ejército de ángeles que parecen lanzados desde el cielo en paracaídas sobre la ciudad” y que acuden en nuestra ayuda. De hecho, la canción que sonaba en el hotel donde me hospedaba, ‘Ángel City’, se ha convertido en la banda sonora de mi viaje desde entonces. También es verdad que no podía haber elegido mejor compañía para este viaje. Elegí la mejor de las compañías posibles. Porque mi acompañante era uno de esos ángeles.

sábado, 3 de noviembre de 2012

Mi vecina



Me encontré a mi vecina en el ascensor. Es curioso, sí. Pero nos encontramos mucho en ese lugar. Unas veces subo yo y ella está esperando. Y otras veces, se invierten los papeles. Hasta el punto de que un día nos llegamos a decir: “Tenemos horarios parecidos. Salimos y entramos casi a la misma hora”. Y de tanto subir y bajar hemos ido intimando. El otro día me dijo que vive sola desde que su marido falleció y que se dio un susto tremendo la otra noche porque un loco pulsó su número a altas horas de la madrugada. Imagino el timbrazo en la soledad de su casa. Sonaría terrible e inesperado. Y el corazón de mi vecina se habría disparado como una locomotora sin control. Hay ruidos en la noche que te hacen palidecer. La noche tiene, además, ese don, de retorcerlo todo. De confundirte. De elevar a categoría de preocupante lo más nimio. Así que pude imaginarme perfectamente la escena: Aquel individuo, un borracho tal vez, llamando al timbre denodadamente y ella con el terror en el cuerpo, aferrada a las sábanas. Yo también me he pegado a las sábanas más de una vez para ocultarme de mis propios fantasmas. Después, por la mañana, me ha dado timidez recordar el gesto. Porque un fantasma, de haberlo, te descubriría perfectamente debajo de las sábanas. Es de tontos pensar que los fantasmas no te van a ver debajo de las sábanas. Pero uno se siente protegida en ellas. Como si te pudieras volver invisible. Es como un juego de niños. Como cuando echas de menos a alguien y te acurrucas a la almohada. Y la abrazas. Sabes que no está esa persona, pero te abrazas a ella.
Mi vecina es viuda, decía. No lo sabía, aunque, la verdad, siempre la he visto sola. Sus hijos viven fuera. El otro día me invitó a tomar café. Su piso es como el mío, pero absolutamente diferente. Me sentía extraña. No solo porque estaba en casa de una desconocida, sino porque era como estar en mi salón pero en un sueño extraño en el que los muebles están dispuestos de otra manera. Es tu salón, pero al mismo tiempo, no lo es. Es familiar y chocantemente distinto. Vino con el café. Una tetera de porcelana con unas tacitas y unas pastas. Cogí la tacita con sumo cuidado, por si por mil demonios se me caía al suelo. Seguro que aquel juego de café tenía su historia. Sería de su abuela o más antiguo aún. Vete tú a saber. Eran lindas sí. Coquetas. De otra época. Daba cierto vértigo poner los labios en el borde. Era como dar un sorbo a todo el árbol genealógico de aquella viuda. La decoración, era la propia de una mujer mayor. Podría ser la casa de mi madre. De cualquier madre de esa edad. Los mismos muebles de la casa de cualquier madre.  
Tenía ganas de preguntarle cómo es la composición de la vida de una mujer que enviuda. En qué se vuelca. Qué aspiraciones quedan. Cómo es la vida a los setenta y tantos años, cuando desaparecen poco a poco las personas que figuran en las fotografías del álbum familiar. El piso estaba vacío pese a los muebles. Pese a las instantáneas familiares que poblaban las paredes. Una tristeza de lluvia. Una atmósfera plomiza. Una gravedad de domingo pese a ser un día cualquiera.
Quería preguntarle por el amor. Por su marido ausente ¿Lo echaría de menos? La palabra viuda es profunda. Denota oscuridad. Es como una palabra maldita en sí misma.
No sé cómo lo hice porque hablábamos de cosas triviales, pero finalmente me arrojé a preguntarle si echaba de menos a su marido. Por un momento sentí que me temblaba la tacita. Y me ruboricé por mi impertinencia. Hubo un silencio de segundos. Yo diría de años. Finalmente ella contestó. Olvidé que las personas mayores hablan con pausas. Y esas pausas encierran mensajes tan importantes como lo que van a decir. Eso solo se aprende con los años. Fue algo así como: “Todos los días”. No hizo falta nada más. De vuelta a mi casa recordé un relato de Antón Chéjov en el que decía: “Hay que amar, todos debemos amar, ¿no es cierto?  Sin amor no había vida”.

lunes, 22 de octubre de 2012

Sombra




    A veces la vida nos coloca de forma terca en la tesitura de tener que despedirnos de personas a las que aún tenemos muchas cosas que ofrecer, a las que no nos dio tiempo de mostrarnos y a las que, en cambio, apreciamos muchísimo. En esos primeros momentos de la despedida, las horas transcurren como plomos. Los segundos se espesan como el chocolate fundido. Y pese al ruido de la ciudad, del trabajo, de la gente que camina por la calle sin aparente concierto, el día acusa un vacío glacial. Un silencio de funeral del que uno quisiera huir. Y ojala pudiera hacerlo si fuera una figura de un cuadro. Salir del marco. Abandonar la pintura. Desdibujarse.Huir, sí. Evaporarse.
     El tiempo en el que vivimos las cosas posee infinidad de matices. El escritor Yasumari Kawabata define esa laxitud temporal humana. El reloj biológico y el reloj humano. Cuando las cosas nos motivan y tenemos una chispeante ilusión por algo, experimentamos que las horas se esfuman. Cuando existe alguna contrariedad, por el contrario, el tiempo se ralentiza como el traqueteo de un viejo tren. El tiempo es como un río, afirma Yasumari: “El tiempo cósmico es igual para todos, pero el tiempo humano difiere con cada persona. El tiempo corre de la misma manera para todos los seres humanos, pero todo ser humano flota de distinta manera en el tiempo”. Esta afirmación tan maravillosa la escribió en su libro ‘Lo bello y lo triste’, una obra de una sensualidad exquisita.
     Desprenderse de las cosas que uno ama es una tarea para expertos en la lucha. Olvidar cuando se quiere, cuando se siente, es de guerreros experimentados. Es una actitud de una heroicidad de batalla. Sólo los más valientes salen de la contienda sin magulladuras. El resto andamos lisiados. Sumidos sin remedio en el limbo del reloj humano. Sintiendo las horas como océanos profundos. Como pozos negros sin cordel.
     Recuerdo un relato hermoso de ‘Tierra Desacostumbrada’ de la maravillosa Jhumpa Lahiri en el que llega el momento en el que la protagonista, que vivió una aventura fantástica recorriendo la Toscana italiana con su amor, tiene que decir adiós a su amado. Sus caminos, pese a la mutua pasión de sus sentimientos, divergían: “Regresé a mi existencia, la existencia que había escogido en vez de a ti”. Y no sólo me refiero a eso: A ese dolor de la pérdida. Me refiero a esa inquietud interna que te hace buscar obstinadamente, pese a reconocer la ausencia, a la otra persona. A cuando vives la vida como una sombra buscando la sombra del otro en las cosas cotidianas que forman parte de la existencia del otro: A cuando buscamos el coche que nos recuerda, a los lugares que nos traen a la memoria….a los rostros similares…
La protagonista de este relato afirma: “Había salido con mi madre y dos tías, a probarme blusas, escoger joyas (..) yo les seguí la corriente y escogí un benarasi rojo, pero en todo momento pensaba en ti, temerosa del error que estaba cometiendo”. Y me refiero a ese momento en que uno busca al otro aún sabiendo que el otro no está: “En la calle atestada, de regreso al piso de mis padres, cerca de Triangular Park, busqué como una tonta tu cara”. Después está el tiempo biológico que poco a poco nos va sanando: “Y aún así, sin darse cuenta, con firmeza pero sin fuerza, Navin me apartó de ti, como racha final de viento otoñal arranca las últimas hojas de los árboles”.
     En ‘Rayuela’ de Julio Cortázar también hay un pasaje delicioso cuando él, Horacio, cree dibujar a la Maga en la silueta de cualquier mujer: “Haber creído ver a la Maga era menos amargo que la certidumbre de que un deseo incontrolable la había arrancado del fondo de eso que definían como subconciencia y proyectado contra la silueta de cualquiera de las mujeres a bordo”. Hasta ese momento había creído que podía permitirse el lujo de recordar melancólicamente ciertas cosas, evocar a su hora y en la atmósfera adecuada determinadas historias, poniéndoles fin con la misma tranquilidad con que se aplasta el pucho en el cenicero”.
A veces nos ofuscamos en negar la evidencia. Es difícil abandonar aquello en lo que soñamos y en lo que creemos. Aquello que nos remueve y nos hace palpitar. Y cuando lo hacemos, sólo el tiempo, no el cósmico, sino el humano, el que cada cual lleva en su interior, tiene el poder de rescatarnos y de devolvernos, de nuevo, a la vida. 

lunes, 15 de octubre de 2012

Canela

Los ojos de mi amigo son de canela. De suave canela con la que se espolvorean las natillas caseras. Esas natillas que saben a hogar y a otoño. A infancia y a pueblo. Mi amigo tiene unos hoyuelos en las mejillas que hacen que las sonrisas se conviertan en espectáculos cargados de luminosidad. Sí, cuando mi amigo sonríe, es como si se abrieran todas las ventanas una mañana temprano y hubiera dibujado, al fondo, un horizonte hacia arriba, escalando el cielo.

Tomé café, hace unos días, en su casa. Cuando una persona entra por primera vez en casa de alguien al que acaba de conocer, escudriña, como un espía, los detalles que revelen su personalidad más íntima. Como si la decoración o la disposición de los objetos pudieran, misteriosamente, descifrarnos su alma. Y en cambio, estoy segura de que algo de eso hay. Siempre he creído que nos desparramamos, sin saberlo, en nuestras cosas. Nuestra casa es un poco de nosotros mismos y nosotros mismos somos un poco de nuestro hogar. Allí queda nuestro interior, aparentemente de forma caprichosa.

Mi amigo habla con un cariño infinito de su padre. Con ese anhelo aferrado que nos abate cuando las personas que queremos, que son importantes en nuestras vidas, ya no están. Me llena de ternura escucharlo porque, pese a no haberlo conocido, puedo casi verlos juntos. Y los veo en el campo, en el huerto, entre tomateras y árboles frutales, porque su padre poseía una huerta, donde mi amigo, de adolescente, echaba largas horas ayudándole. Cuando nuestros seres queridos se van, nos negamos a pensar que su ausencia sea definitiva. Por eso, seguimos sintiéndolos próximos en nuestro corazón y somos capaces incluso de rozar su presencia, porque los sentimientos tienen ese poder de abrazar lo que amamos aún en el vacío. Por ello, una noche cualquiera en la que estamos desvelados, podemos llegar a sentir, en un movimiento de sábanas, el reflejo de su ángel.

En el frigorífico de su casa, mi amigo, junto a las fotografías de sus viajes, a los imanes de los lugares que ha visitado, a los recuerdos de pequeños momentos, como el llavero de una blanca piedra de una playa andaluza en el que figura pintado con letra finísima su nombre, ha colocado una foto de su padre. Y su padre sostiene en brazos a su hija, siendo un bebe, con esa mirada enternecedora y transparente que solo poseen los abuelos. Algún día, alguien tendrá que explicar porqué los frigoríficos se convierten en santuarios de nuestras vidas, en esos pequeños templos de nuestros valores y en museos de nuestra existencia más inmediata.

Algún día…algún día alguien tendrá que explicar por qué hay personas que nos transmiten un afecto y una ternura desbordante. Un apego sincero que nos invita a abrazarlas fuertemente para protegerlas. Y eso es justo lo que me ocurre con mi amigo. Esa protección que él no ha pedido y que yo me brindo a ofrecerle.

domingo, 2 de septiembre de 2012

Azucarillos

Este agosto pasado en Nerja, cuando ya emprendíamos el camino de regreso, antes de dejar a mi prima Pepa en el autobús (el resto nos veníamos en coche hasta Huelva) tomamos café en un bar próximo a la estación (por decir algo, la estación brillaba por su ausencia) Los azucarillos tenían, todos, en el reverso, la cita de un autor célebre: Oscar Wilde, Shakespeare y hasta fisólofos como Nietzsche. Es curioso. Para alguien que creyera fuertemente en el destino y cayera en ese café, pongamos por ejemplo, por puro azar y seleccionase el azucarillo de Edgar Alan Poe en el que decía "Los que sueñan de día son conscientes de muchas cosas que escapan a los que sueñan sólo de noche", se sentiría empujado por su propio destino a ser más libre, más rítmico, menos calculador, menos materialista. ¿Será esto una llamada a mí inconsciente?, se preguntaría, digo yo. Y para el que no sucumbiera ante lo que está escrito de antemano, quizás le hubiese servido de invitación para comprarse en la primera librería un ejemplar de Poe que hacía años que no releía. Un azucarillo a modo de recordatorio. De hecho, a mí personalmente me encanta que los libros se me revelen así. Que sin saber cómo ni por qué, me asalten enormes deseos de leer tal o cual historia. Quizás porque en un libro se mencionó tal autor o porque un amigo en una conversación sugiriera tal lectura. Me ha pasado ahora leyendo 'Tiempo entre costuras'. La protagonista ha citado 'La Montaña Mágica' de Thomas Mann. Y no es la primera vez que me topo con este clásico. Ahora lo siento como una invitación a su lectura. Me recuerda, además, a un antiguo compañero de la facultad al que le fascinaba 'La Montaña Mágica' y yo siempre le decía: ¿Ese tostón?
El caso es que mi primo Aurelio me puso en las manos el azucarillo en el que Pablo Neruda dice: "Cuando crezcas, descubrirás que ya defendiste mentiras, te engañaste a tí mismo o sufriste por tonterías. Si eres un buen guerrero, no te culparás por ello, pero tampoco dejarás que tus errores se repitan" ¿Esto es para que me lo aplique yo? Le dije. "A ver si aprendes", replicó. Pero yo no creo en el destino. Tampoco creo en ninguna divinidad que haya tenido la fuerza estratosférica para ponerme el azucarillo en las manos con el mensaje cifrado de: "Ahora que eres mayor, ya sabes la lección". De hecho, alguna vez en la que he recaído, como cualquier ser humano, por amor o por cualquier motivo, mi madre, que sí cree firmemente en dios y en su fe católica, me ha dicho muy sinceramente que si yo no creo en dios, cuando me levanto, cómo hago para tener fuerzas. Es tremenda la pregunta. Inquietante cuanto menos. "No lo sé", recuerdo que le dije, "sólo pienso que tengo cosas que hacer", por ejemplo, y me levanto. Pero, bendito azucarillo, el simple hecho de no haberme deshecho de él y de haberlo dejado en la estantería con mis libros ha provocado que lo haya releído más de una vez sin querer queriendo, sin buscar buscándolo. Y, no miento, esa frase concluyente de "si eres un buen guerrero...tampoco dejarás que tus errores se repitan" me retumbaba en la cabeza, cuando esta misma tarde noche, de regreso de una maravillosa tarde de playa, daba vueltas a lo que no debía. Más que el destino, es la magia del azucarillo, diría yo.
 

domingo, 5 de agosto de 2012

Periodismo y calidad


Una sale a tomar una cerveza con colegas y no sabe todo lo que puede aprender. Hablábamos de política y de periodismo en una terraza del imperio de los Bonilla en Huelva, que se ha convertido como en el refugio de personas en crisis. “Al menos, tiene uno la sensación de que ha salido a cenar sin que le hayan arañado el bolsillo”, he oído afirmar alguna vez a alguien para explicar el éxito de esta empresa. Hablábamos de política y de periodismo. Había varios periodistas en la mesa. Buenos amigos todos. Entre ellos, un cámara de televisión que tiene que desplazarse a diario para trabajar de la ciudad en la que reside a otra. Como tanta gente, vaya. Pero comentaba que ya ni siquiera le es rentable, que no gana nada hablando en plata. No en estos momentos de penurias económicas en la que cada vez te dan menos por el mismo trabajo. La calidad empieza a no importar demasiado, dijo otro. Y ahí es donde quiero llegar. Ese comentario hizo que abriera los ojos. Este periodista basaba su comentario en su propia experiencia. Su cadena ya no pagaba a un maravilloso cámara con el que hacía buenos reportajes (una información de calidad es un todo. Y un reportaje de televisión sin buenas imágenes es como un árbol sin fruta, una novela con una historia fracasada) Y añadía que un día, sin más, despidieron al cámara con el pretexto de que pedía mucho. Aquél cámara dijo que no pedía mucho, que pedía los mismo por su trabajo. Ahora su tarea lo hace otro, obviamente. Hay montones de cámaras y de periodistas dispuestos, pero ¿qué está pasando con la calidad? Se suponía que era una regla de oro del periodismo. Leo estos días que han despedido a Ana Pastor, una periodista incisiva y brillante. Y me duele, claro que me duele porque en ella se resumen el periodismo y la política y cuando lo segundo no entiende lo primero. Pero van ya tantas Anas Pastor despedidas, que ya no me sorprende nada. Lo único que muchos periodistas, a diferencia de ella, carecen de su popularidad. Pero al igual que ella, la política o la crisis han provocado que terminen sus contratos. La diferencia, de nuevo, reside en que muchos de estos periodistas anónimos en paro tardarán más aún en encontrar un empleo. Y si la calidad empieza a importar un pepino, peor todavía.

jueves, 2 de agosto de 2012

Bolacha

Ayer trajo un amigo bolachas para tomar café. Personalmente me gusta llamarlas bolachas. Son unas pastas grandotas y redondas exquisitas con sabor a pueblo. A mi pueblo. No recuerdo muy bien por qué iba a casa de María cuando vivía en la aldea. Tampoco se me viene a la cabeza la imagen de mí misma emprendiendo el trayecto desde la casa de mi abuela hasta la de María. Pero sí me veo allí, sentada en el sofá junto a la ventana. En aquel pequeño salón. Ni siquiera sé si había sofá o lo ha colocado así mi imaginación. El caso que es que allí sentada esperaba a que María me trajera aquella sabrosa galleta. Me fascinaba su sabor. Me gustaba su sabor especialmente en su casa. María era la mujer de Gaspar. Un matrimonio encantador. Gaspar jugaba a hablarme muy rápido para que no lo entendiera y yo acaba a carcajadas. Yo ya habría merendado, supongo, porque mi abuela Dolores solía ponerme un tazón de café con leche y yo me sentaba en una banquetilla de la cocina a mojar la tostada. Pero la bolacha de María no la perdonaba por nada del mundo. Es curioso, no recuerdo nada más, únicamente a ella viniendo de la cocina al salón con la galleta en la mano. Los recuerdos de mi infancia en la aldea se conservan así: Como las fotografías de un álbum, dispuestas caprichosamente, sin saber qué hay delante o detrás de las imágenes.
Llevo una semana enfrascada en ellos. Tengo una amiga que afirma que no cree en el destino, pero sí en las casualidades. Y una vez leí en una novela que las casualidades hablan. El otro día me crucé con el marino de mi primera maestra: “Mi señorita”. A las primeras maestras se les tiene un cariño y un respeto enorme. Quizás como el que nunca vuelves a tener por nadie cuando te haces mayor, no en esa especie de obediencia y admiración hacia la persona. Yo la recuerdo menuda y dulce. Muy paciente, muy tranquila. Los alumnos de distintos cursos estábamos mezclados. Todos en el mismo aula. Éramos pocos. Cuando pienso en aquello me resulta entrañable. Recuerdo los días de lluvia porque podíamos jugar en clase. Los juegos estaban guardados en un armario gigante. Ella nos decía: “Imaginad que hay un niño muy pequeño dormido al que no debemos despertar”. Y así permanecíamos todos calladitos. Me veo en la fila con el resto de niños con mi pantalón de pana rojo. Un día me hice pipi encima. Estoy segura de que no pude aguantar más. Siempre he sido muy floja para estas cosas, pero el hecho es que me recuerdo perfectamente huyendo despavorida por la vergüenza con el pantalón mojado que me pesaba como el plomo.
  El marido de mi maestra me contó que había venido don Nicolás. Tengo un recuerdo frágil de don Nicolás, porque yo era muy pequeña, pero siempre he escuchado hablar maravillas de él. Debió ser un cura muy especial porque ha dejado una estela imborrable. Un hombre de León que quería enseñar, no adoctrinar, como suele hacer la Iglesia. La gente le adoraba. Mi familia lo adoraba. Yo también, por defecto. Recuerdo estar sentada en la iglesia. En la iglesia de la aldea cantaba todo el mundo. Estaba enamorada de aquellas libretas con las letras de las canciones. La letra era de una intensa tinta morada. Preciosas. Yo me moría de las ganas de tener una de ellas, pero cuando llegaban a mi asiento, pasaban de largo. No sabía aún leer. Sentía una rabia inmensa. En fin, no me parecía justo.
Viví en la aldea en unos años en los que se asistía al declive de una época: el cierre de la mina, la marcha de muchas familias y la desaparición de los pequeños negocios. Mi abuela tenía un estanco. Era un estanco y una tienda. Allí se vendía de todo. Las mujeres se sentaban en el banco a esperar su turno.
  En los tiempos de esplendor de la minería funcionaba además de la tienda, un cine, un bar y una biblioteca. Yo no viví aquello, pero he escuchado hablar tanto. Fueron pocos años, los cuatro o cinco primeros de mi infancia, pero me sorprende la fuerza con la que recuerdo las cosas. Mi abuela me daba un grito para almorzar. Podría estar en vete tú a saber dónde. Entonces los niños jugábamos en la calle, correteábamos por el campo y nos subíamos a las árboles.   




domingo, 29 de julio de 2012

Contar sueños

Eduardo Galeano afirma en su libro ‘Bocas del Tiempo’ que los informativos no se ocupan de los sueños. Ciertamente, los informativos están cargados, más que de sueños, de cifras, de datos, de números. Son fríos. Los sueños son otra cosa, no entienden de actualidad. Son como la espuma. Pero, a veces, a veces, los sueños se cuelan en los informativos. Estoy convencida. El otro día me escribió una chica, una vecina de Huelva, contándome, “por si usted considerase publicar esta noticia en su medio”, una historia que forma parte de los sueños. De esos sueños en los que ciudadanos anónimos realizan actos heroicos capaces de devolver a la vida un gesto de humanidad. Tan necesario, por cierto. Esta vecina me relataba que un policía local de paisano evitó un atraco el otro día en una peluquería en una de las calles de la capital. El agente, que pasaba por el lugar, vio cómo el atracador salía del establecimiento a la carrera, huyendo del lugar con el botín. El agente persiguió al ladrón y logró reducirlo y pudo así avisar a sus compañeros. El propietario del local agradeció tremendamente el gesto al policía. Los informativos, piensan muchos ciudadanos, sólo traen noticias tristes. Últimamente lamentables con la crisis. Mejor no leerlos, mejor no escucharlos. Pero pequeñas historias como ésta, créanme, hacen que los informativos se crezcan y no dejen pasar por alto la belleza que arroja la cotidianeidad de la vida. 

jueves, 5 de julio de 2012

Lecturas







Yo creo en ese lenguaje que se transmite de libro a libro. De que un libro lleva inevitablemente a otro libro, como si una puerta te condujera inevitablemente a otra. Ese lenguaje se da también con los amigos, con los artículos que lees o con los mensajes que surgen en nuestra vida cotidiana: De repente, un día viajas en coche escuchando la radio y alguien comenta que ha leído tal o cual novela y se te agudiza el gusanillo devorador que llevas dentro. Este pasado fin de semana Antonio Muñoz Molina afirmó que “no hay un gran libro que no contenga, al menos, un gran viaje”. Lo decía a propósito de ‘La edad de los prodigios’, del historiador británico Richard Holmes. Los libros contienen viajes e invitaciones a otras lecturas dentro de sus propias narraciones. Yo leí ‘la elegancia del erizo’ y ese libro me condujo como un imán a Ana Karenina, aunque resulte así, a voz de pronto, una excentricidad.  Un artículo de Manuel Vicent me hizo descubrir un verano de grandes lecturas a Julio Cortázar y a ‘Rayuela’, novela que amo por encima de todas las cosas. Un amigo me ha dicho que lea ‘Bocas del Tiempo’ de Eduardo Galeano, que contiene fantásticos relatos. Entre ellos me recomienda ‘Historia Clínica’ y ‘El mar’. Me dijo, mi amigo, que lo que más le gustaba de Galeano era su capacidad para llegar a las reflexiones que construye. Ahí está, supongo, la genialidad del escritor. Yo le dicho que para mí, entre otras cosas, lo más hermoso que te puede aportar la literatura, si es que la literatura contiene alguna utilidad práctica, es precisamente poder abrirse a esas reflexiones que nos aportan los otros. Compartirlas o no. Crecer con ellas.

sábado, 28 de abril de 2012

Aura

Si tuviéramos un sentido especial y primitivo, como poseen los animales que presienten cuando el tiempo está revuelto, sentiríamos, sin temor a equivocarnos, que nos envuelve una atmósfera especial, o no, o todo lo contrario, que nos invade un vacío lamentable, cuando estamos con alguien. Quise decirle a mi amigo el otro día que me sentí especial en el café. Que una se siente especial porque el tiempo, no el biológico, el otro, el rítmico, el que corre o se ralentiza con la pulsión del espíritu, se había pulverizado. También quise decirle que me gusta escucharlo y observarlo mientras habla, porque sus pequeños ojos inquietos son como las novelas de misterio, que nunca se sabe si el final es el que se intuye. Que me siento a salvo de la incertidumbre de la cosas. Que me protege sin darme un abrazo. Que sus distancias son mis metas. Su amistad un milagro de la vida. Que estar a su lado, es, en definitiva, un regalo, que llega en pocas ocasiones, como en ésta. Que no se lo dije por el temor a que esa atmósfera, ese aura, no exista y sea únicamente una invención mía, porque, a diferencia de los animales, carecemos de ese otro sentido. Por eso los animales no necesitan de la fantasía para existir y nosotros nos aferramos a ella para sentir que no morimos. 

viernes, 6 de abril de 2012

Viajar



Tengo un amigo que regresó hace unos meses de Filipinas, donde ha tenido una experiencia fabulosa. Digo fabulosa, con todo, pese a que no ha sido un viaje turístico, de ocio y de placer, sino de esos que te permiten estar y conocer el lugar, su cultura y a su gente. Y pese a que esa forma de viajar, precisamente, es la que abre una ventana a los sinsabores y a las luces y a las sombras del sitio visitado.
     En su carta me dice cosas tan fantásticas, que alimentan mi gusanillo, siempre en constante anhelo, cuando alguien me cuenta una experiencia así. Un año “difícilmente se puede resumir en una sola frase”, me cuenta. Es complicado. Las palabras son capaces de hacernos llegar muchos sentimientos y de aproximarnos con energía a las sensaciones propias y a las de los otros. Pero es tanto lo que uno puede llegar a vivir, que ciertamente, resulta casi imposible contenerlo, con toda su plenitud de matices, en una frase. Sin embargo, cuando las cosas se viven con intensidad y con la sangre del corazón bombeándote con fuerza, hay afirmaciones, que sin uno quererlo, ni pretenderlo, dicen muchísimo. Y mi amigo, con sus breves palabras, me ha transmitido mensajes sinceros y profundos, con la autenticidad de cuando se viven las cosas desde el interior. Afirma que el viaje le ha cambiado. “Cada viaje lo hace”, añade. Porque cuando uno cruza sus propias fronteras, el universo se expande y las dimensiones saltan por los aires: Lo que uno cree importante, se difumina, como por arte de magia, y aquello en lo que uno no repara empieza a brotar cristalino como el agua de una fuente. Así es viajar. Te transforma el espíritu como si uno, de repente, entrara en una cavidad mágica, en el que el tiempo y el espacio no son ya de la forma en la que los concebíamos. Es tan importante viajar para entender la vida y para aprender a valorar las cosas, que casi tendría que ser una asignatura obligada que cada cual aplicara a su propia existencia. Y continúa mi amigo dándome detalles de su experiencia y precisa que su corazón se ha abierto tanto para lo bueno como para lo malo. Me añade una frase directa, de esas que dan en la diana: “Hay que estar ciego como para no ver las injusticias y el corazón la sufre”. Creo que he leído una infinidad de veces esta afirmación porque me parece tremendamente poderosa y verdadera. Como he leído hasta quedar agotada esta otra: “Pero también sientes como el corazón se te hincha en el pecho cuando ves la sonrisa de un niño, todo churretes, pobre sí, pero sólo de dinero”. Me ha resultado tan conmovedora, tan absolutamente maravillosa, como enternecedor su mensaje. Es verdad, afortunadamente la felicidad no entiende de pobreza ni de riqueza. Se puede ser pobre y tener una sonrisa abierta, espontánea, inocente, y se puede ser rico y carecer de ella o ser incapaz de sonreir.
     Me he acordado de un artículo que leí recientemente de Rosa Montero titulado ‘Gracias Karmele’. En él relataba la historia de una chica, estudiante de veterinaria, de Bilbao, que tuvo la idea de pasar unos meses en Indonesia, como voluntaria en centros de rescate de animales salvajes. Pero ese viaje cambió su forma de entender el mundo y enfatizó su pasión por los animales. Las vivencias dolorosas que experimentó allí, como el sufrimiento de los animales o la degradación ambiental, no la hicieron abandonar ni retroceder. Todo lo contrario, decidió quedarse para tratar de aportar su granito de arena en lo que ella considera que puede ser un mundo mejor. Y estas cosas, estas historias, son las que me conmueven, las que me remueven por dentro y las que me impulsan a pensar que hay gente especial, como mi amigo o como Karmele, capaz de dejarse cautivar por experiencias increíbles y ubicar en su corazón esa panorámica sorprendente.

lunes, 26 de marzo de 2012

Vencer al corazón

Hay un cuento precioso en ‘Tierra Desacostumbrada’, un libro de Jhumpa Lahiri que recoge historias de familias de ascendencia bengalí en EEUU, que relata el amor secreto de una madre, de una esposa, a través de los ojos de su hija. Un amor oculto, sufrido interiormente porque esa mujer pertenece a una comunidad en la que el matrimonio lo determinan intereses ajenos a los sentimientos y al corazón. Lo más hermoso del relato, al menos para mí, reside en ese instante en el que la hija, que atraviesa un momento de desolación amorosa porque la abandona el chico con el que iba a casarse, descubre que el amor de su madre no es precisamente el que ella creía, su padre, sino un hombre, ese muchacho, también bengalí, que sus padres acogieron en casa y con el que tantas veces fueron de excursión al campo cuando ella era niña. Aquel hombre, el secreto de su madre, se convirtió en un miembro más de la familia. El amor de su madre: Su renuncia y su resignación. Hacia el final del relato, cuando ella misma, que narra la historia, experimenta el desamor, se produce ese maravilloso encuentro entre madre e hija, en el que la madre revela su secreto porque siente sufrir a su pequeña que ya es una mujer. Porque la siente desolada. Una lección magistral de lo que es la vida, de lo que la madurez aporta a la inocencia, de lo que una generación aporta a otra. Se produce, entonces, ese instante, en el que descubres las cosas, en el que se abre tu conciencia como una flor y tus padres se presentan ante ti como hombres y mujeres, con sus propios sentimientos, sus sueños, unas veces logrados, otras veces derrotados. El relato muestra también la renuncia que, en la vida, debemos afrontar de las cosas que creemos amar con fuerza. El abandono de los sentimientos más hermosos. De aquello por lo que decididamente empeñaríamos el alma, por lo que venderíamos al diablo. El desgarro que produce cerrar los ojos a lo que más se adora porque, sencillamente, hay que vivir. Porque vivir no significa especialmente ser feliz con plenitud, tener dicha. En el camino de la vida, uno va entendiendo que vivir significa igualmente renuncia y resignación, como le ocurre al personaje del relato de Lahiri. El amor es una escuela perfecta para aprender esa lección. Como si en mitad del océano, uno se sintiera naufragar y tuviera que ir despojándose, para sobrevivir, de lo que más aprecia. Sus pertenencias más admiradas. Las más queridas. Aquellas que son el aliento y la luz y que hay que arrojar, en cambio, al mar. Para sobrevivir es preciso, a veces, hundir el propio corazón, llevarlo hasta el fondo, para salir, después, a flote.

sábado, 17 de marzo de 2012

Puro Cela

La España de la posguerra, en la que vivieron mis abuelos, se me antojó ayer como una España extraña. Esa sensación de cuando una cosa te es familiar pero distante al mismo tiempo me vino a la cabeza viendo la obra 'La familia de Pascual Duarte' en una fiel versión, muy pegada al texto de Camilo José Cela, de Tomás Gayo representada en el Gran Teatro de Huelva. La obra es dura. Porque la España que refleja el montaje, de la que yo he oído hablar a mis abuelos y, después, a mis padres, era punzante. Profunda. Oscura. Hiriente. Sin embargo, pareciera que sobre el escenario me hablaran de un España lejana, ajena e incluso en la frontera de lo extravagante. Tomás Gayo dice que con esta obra siente que por fín le llega el reconocimiento. Es valiente, desde luego, porque presenta una obra en un momento en el que el país está sumido en una crisis económica y en la que ir a presenciar sobre el escenario las tremendas pulsiones de una época pasada que se cree superada, viene a sumarse al dolor de la propia realidad. Mejor sería ver una comedía para evadirse. El propio día a día ya resulta demasiado humillante. Y eso sentí ayer, que la obra pesaba demasiado en la conciencia. Mi amiga Sandra me dijo a la salida de la función: "Esto es puro teatro". Es verdad, es palabra y actor. Incluso palabra, actor y silencio. Porque hay silencios sobrecogedores que podían cogerse con las manos. Tocarse. El montaje posee una interpretación colosal de sus actores. Genial el papel de Miguel Hermoso que encarna a Pascual y al que yo considero víctima de la época en la que vivió. A Pascual Duarte lo trituró su propia época. Una época de pasiones en la superficie. De visceralidad. De instintos candentes. Ciertamente, como decía Ana Otero, en el papel de Lola, el amor de la vida de Pascual, es "puro Cela, es la palabra desnuda, sin aditivos". Vivimos en un mundo en el que hemos esterilizado las pasiones, los sentimientos. Por eso, uno mira hacia abajo en algunas escenas. Escenas fuertes. Dolorosas. Para no ver. Por miedo a que sea demasiado auténtico.

jueves, 1 de marzo de 2012

El alma del piano

Mine Kawakami es capaz de dar vida con su piano de cola al sonido que reside en el interior de cualquier cosa. Es una virtuosa de este instrumento musical al que traslada su alma. Las noches estrelladas, los días de tormenta, una plaza de Córdoba en la que el agua de una fuente fluye en calma, la solemnidad de la catedral de Santiago o un viaje a la Habana encierran un maravilloso universo musical, al que esta artista es capaz de dar existencia. Porque realmente una siente, cuando la escucha, que las cosas cobran presencia a través del oído. Incluso el dolor puede tener su expresión musical. Kawakami contó que perdió amigos en el terremono de Japón. Ha sido un mazazo para los japoneses. Y ella, junto con muchos compañeros músicos, estuvieron impelidos para tocar durante, al menos, un año. La composición que tocó en homenaje a sus seres queridos desaparecidos en esa tragedia comenzó con un golpe seco sobre el piano, emulando un grito de impotencia, de desgarro. De muerte. El sonido retumbó como el silencio en un funeral. Pero poco a poco, la música se fue haciendo más suave, abriendose paso en la oscuridad, porque Kawakami dice que ella sabe que están ahí, en algún lugar, no muy lejos. La música le ayuda a reencontrarse con esos amigos que ya no están.

jueves, 23 de febrero de 2012

Katmandú

Cada vez que voy al cine a ver una película y después leo la crítica de Carlos Boyero, me entran ganas de echarme a llorar. Le tengo envidia, creo. Porque me transmite que es muy complicado hacer una película de calidad hoy. Él ha visto tantas ya que, a estas alturas de su madurez crítica, nada debe sorprenderle, supongo. Por eso me gusta dejar su opinión para el final. Para no sentirme contaminada. Es lo que me ha pasado con la última película Katmandú de Icíar Bollain, que relata la vida de una cooperante que se empeña en transformar, por amor a la vida, se entiende, la pobreza de Nepal, contra todo tipo de adversidades. Una labor tan complicada y tan llena de sinsabores como pretender bajarse la luna para contemplarla de cerca. Entiendo a Boyero en su crítica, en las buenas intenciones, pero más allá de la ficha técnica y de rigurosidades, a mí me gustó. Me gustó su trasfondo: Porque pienso que es de esas películas que te abren el corazón. Me gustó la sensibilidad de su directora. Que la historia tenga una conexión con la realidad. Que ciertamente una chica de Barcelona tratara de cambiar las cosas en esa parte del mundo. Y me gustó porque me recuerda que hay muchos cooperantes que dan, allí donde quiera que estén, lo que muchos no somos capaces de hacer cuando lo tenemos todo.



viernes, 17 de febrero de 2012

Pequeña historia

Hoy he hecho un examen de Historia Contemporánea. Es curioso porque he sentido,después de la prueba, retrotraerme a los años de la facultad, cuando estudiaba Periodismo en Madrid. Siempre he tenido la sensación de vomitar en un examen conocimientos prestados. Que he trasladado a mi cabeza procedente de los libros, a toda prisa. Y me veo, de repente, con las perchas colgadas en el armario de mi memoria, donde hace escasas semanas existían lagunas extensas. Y se me antoja que esas perchas no son mías, sino que alguien machaconamente ha venido a colgarlas en mi cerebro.
 Pero he echado en falta un poco más de reflexión. Lamento no haber podido pararme a pensar y a repensar la Revolución Francesa sin temor a que las horas se esfumaran y me descubrieran desamparada sin haberme aprendido aún la Unificación Italiana o Alemana. En fin, repitiendo, trece años después, los mismos errores. Lo digo porque pensar y repensar la historia ayuda a hallar fabulosos encuentros con la historia presente. Porque el papel que Prusia jugó en la Unificación Alemana recuerda, dicen, con distancias de océanos, al empecinamiento de las grandes potencias de nuestra Europa. Y por el lado romántico. No he leído enunciado más hermoso en una constitución, como en la Jabonina de 1793 en la época de la Revolución Francesa, que aquel que dice que "el fin de la sociedad es la felicidad". 'La felicidad', ese concepto tan actual hoy en nuestras vidas. Hoy morimos buscando la propia felicidad. Me atrevería a afirmar que el sino de nuestros días es la fatalidad de la felicidad. En la Declaración de Independencia de EEUU se afirma: "Todos los hombres son creados iguales, son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables, entre los que se encuentran la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad. Para asegurar esos derechos se instituyen los gobiernos entre los hombres, y derivan sus justos poderes del consentimiento de los gobernados, (...)" ¿Por qué me parece que estos derechos están tan vivos hoy? Puede que las fechas, los lugares exactos, los procesos del devenir histórico se esfumen mañana y entonces parecerá como si nunca los hubiese estudiado. Pero estos pequeños detalles no desaparecerán nunca. Ahora que las nuevas tecnologías nos acercan de forma inmediata a cualquier rincón del mundo: La isla de Elba, donde fue exiliado Napoleón en 1814, es un precioso lugar de origen volcánico. Sólo hay que echar un vistazo en google.     

miércoles, 15 de febrero de 2012

Flash

Aquella mañana me preparé para tener una maravillosa experiencia. "Allí, delante de aquella musa, de aquella deliciosa diosa, permanecí eclipsado. Durante unos segundos fui incapaz de mirar más objetivo que las penetrantes pupilas de sus ojos de almendra. Aquella mujer desprendía una melancolía exquisita, como un paisaje velado y envuelto en seda, que te dejaba petrificado. Mi vida no corría peligro. Lo que tenía ante mí era una preciosa sirena. No estaba, como Robert Capa o Larry Burrows, mis admirados fotógrafos, frente al abismo. En una cruel y despiadada guerra. Pero temía morir. Llegué a presentir que algo dentro de mí me abandonaba para quedarse en la fría plaza del Guggenheim aquella mañana en la que todo el cielo de Bilbao parecía romper a llorar. Estaba desarmado. Fue entonces cuando los ojos de aquella modelo me dispararon".

martes, 14 de febrero de 2012

Talismán

Su fuerza estaba en el cabello. Lo tenía de un color indefinido, entre ocre y almendra. Al tacto era enérgico, voluminoso, como el de las crines de un caballo. Y largo, hasta los hombros. Con el reflejo de la luz, brotaban infinidad de tonalidades, de colores nuevos, cuyos nombres habría que volver, si acaso, a inventar.  Sería como soñar una mezcla entre plateado, malva y violeta. Solía llevarlo suelto, enmarcándole el rostro, como los caballeros de la mesa redonda, con un poderoso aire de leyenda. Colgada del cuello pendía una pequeña cola de ballena que le servía de talismán. La compraría en cualquier bazar, pero a mí personalmente me gustaba pensar que era fruto de algún acontecimiento maravilloso de quien que es en sí mismo un aventurero. Un trotamundos. Un rastreador de sueños.

miércoles, 18 de enero de 2012

Sueños de pomelo

El reloj de la iglesia dio las tres de la madrugada. Y después tocó la media. Con aquellos campanazos era imposible conciliar el sueño. Afortunadamente el viejo reloj no daba los cuartos. Tenía la impresión de ser la única persona que me encontraba en aquella clínica. Era una noche calurosa de julio, de esas que llegan, tras un día seco como el trigo, preñadas de estrellas. Cuando me hubo reconocido el doctor, la enfermera me ayudó a subir a la primera planta en ascensor. No pude con las escaleras. El dolor bramaba en mi interior como una fiera que a duras penas retenía mordiéndome los labios.     

Miré de soslayo por si en las otras habitaciones hubiera más pacientes. La soledad del edificio pesaba como la densidad de una gruta. No había nadie más, salvo la enfermera, el médico que me atendió a la llegada y yo. Me sobrevino una extraña sensación, como el vértigo que uno experimenta ante el vacío. No sabía si quería estar allí, pese al dolor. Era la primera vez que ingresaba en una clínica. Cuando era pequeña adoraba los hospitales. Precisamente porque nunca estuve en ellos. Yo creía que eran como los hoteles, lugares a los que se va a disfrutar porque hay que hacer las maletas. Aunque tampoco estuve en ningún hotel entonces. Mi hermano, en cambio, sí estuvo en un hospital. No recuerdo el motivo. Pero de pequeño había sido un ser frágil. Yo era todo lo contrario. Con 40 de fiebre me recuerdo dando grandes zancadas a la rayuela en plena calle. Era mi madre la que tenía que arrastrarme de regreso a casa empapada en sudor. Mientras ella preparaba la maleta de mi hermano, yo envidiaba su suerte. Después me llevaron a visitarlo y apareció con una preciosa bata verde. Claro que entonces desconocía lo que era el padecimiento de la enfermedad, su crueldad y la tristeza de los hospitales. 

Todo ocurrió muy rápido. La noche anterior un punzante dolor me hizo despertar de golpe y sin tregua para cruzar la frontera del sueño. El dolor es como el que traiciona, llega sin aviso. Era un pinchazo agudo e intermitente. Me levanté. Fui descalza a la cocina y tomé un calmante. Mientras bebía percibí a través del cristal del vaso la palidez de la cocina, como si la luz velada de la noche fuera de una transparencia sedosa. Regresé a la habitación y me dormí hecha un ovillo abrazada a la almohada. Me ayudó pensar en él. Con el rabillo del ojo observé la fotografía que había recortado del periódico del día anterior. En ella aparecía un bebé placidamente dormido con la cara de luna llena sobre el pecho de su padre (se conocía que era un hombre por lo musculoso del busto y por el vello) El puño de su mano regordeta estaba cerrado con brío, como si todo su tierno sueño estuviera siendo custodiado por aquellos pequeños dedos. Aquella instantánea me recordaba el cuadro de Klimt que tenía colgado en el salón, el de las ‘Tres edades de la mujer’, en el que aparece el bebé reposado sobre el seno de la madre. Pensé incluso que aquella imagen podría haberse inspirado en la pintura. Sólo era una suposición, claro. No sé por qué me llamaban poderosamente la atención ese tipo de fotografías. Recuerdo que me impactó una que ilustraba la crónica del conflicto entre Rusia y Georgia en el verano de 2008. Una guerra absurda, como todas las guerras. Había una instantánea que recogía el momento en el que un soldado, con el pánico en la mirada, protegía a un bebé que se aferraba con sus pequeñas manos a su uniforme reclamando auxilio, pese a desconocer aún el significado del miedo y de la crueldad. Me pareció que tenía una potente carga simbólica: la vida frente a la barbarie. La inocencia frente a la atrocidad.  

El recorte de prensa que tenía sobre la mesita de noche me recordaba, en cambio, simplemente a él. Porque una de las noches que dormimos juntos sentí que su brazo sobre mi cuerpo me protegía del mundo. Su pecho rozaba mi espalda y su puño, como el bebe de la fotografía, apretaba la profundidad del sueño. Retuve ese instante para guardarlo donde quiera que se destinen los bellos momentos.

Por la mañana persistía el dolor pero con menor intensidad. El resto del día transcurrió con normalidad. Un día de playa con las amigas. Hablamos de lo tozuda que es la vida. De lo diferentes que somos los hombres y las mujeres en los sentimientos. De las distintas formas de amar. De nuestras frustraciones. De nuestros anhelos. Una tarde de playa, en definitiva, con el sol cayendo al mar.

El calmante había hecho efecto y me sentía más relajada. El médico apareció al cabo de una eternidad para preguntarme cómo estaba.
   
Cuando se hubo marchado me incorporé con dificultad para coger mi bolso donde estaba el libro que se suponía iba a leer tumbada en la arena de la playa. Su autora era japonesa. Me había costado entrar en la historia pero al final me enganché. Siempre me ocurría igual con la literatura japonesa. Sus personajes son extraños, a veces con un matiz extravagante, pero después se vuelven entrañables. Como en la vida los libros no difieren mucho de las personas. Me lo había recomendado una amiga. Los últimos libros que leí fueron todos préstamos de ella. Me conocía bien y daba en la diana, parecía que sabía perfectamente en qué momento se encontraba mi vida para ofrecerme tal y cual libro en el que yo, al final, acababa reflejándome como en un espejo.
En el balcón de enfrente un hombre fumaba un cigarrillo. Su silueta era una sombra apenas desvelada por la luz de la farola. La llama desprendía el destello de un faro sobre la oscuridad. La misma melancolía. Cada bocanada de humo era un fluir de pensamientos, cualesquiera que fueran. Detestaba el tabaco, pero siempre me gustó esa deliciosa soledad del fumador. Ese momento de exclusividad, de estar para uno mismo, de detener el tiempo. En las tardes de verano en el pueblo, mi prima, que quería ser profesora de francés, se fumaba siempre clandestinamente un pitillo. Me encantaba su áurea de fugitiva. Su manera tan fascinante de desaparecer. Tenía ciertamente un aire afrancesado. Llevaba el pelo corto como las chicas de París. Una vez en la buhardilla improvisó para su hermana y para mí unas clases. “Bonjour, comment allez-vous?” hacía repetir a mi prima. “Bien, merci”, afirmaba yo. En la facultad estudié que el teatro del absurdo nació en Francia. Me acordé entonces de aquella escena de la buhardilla. Después leí ‘La cantante calva’ y en la obra no había nada absurdo, muy al contrario, latía la insensatez con la que a veces discurre angustiosamente la vida.

Volví al libro que hacía rato sostenía sobre las piernas. Me identificaba con los personajes de aquella historia en su soledad, en ese aislamiento que uno experimenta aún estando acompañado, porque uno puede llegar a sentirse como desterrado entre la gente. 

Ella era una joven japonesa. Una mujer corriente. Cualquiera. Y él, su profesor de japonés. 30 años mayor que ella. Su amistad crecía con la paciencia y la cadencia con la que nacen y mueren los días cuando no se mira el reloj. Ambos se aferraban el uno al otro como la noche a la aurora, para no perderse en la oscuridad. El amor surgió sin buscarlo, aunque era inevitable. En la lucha de ella por abrir su corazón me asomé yo. Ahí estaba, igual que la chica del relato, Tsukiko. “No te hagas ilusiones, no te hagas ilusiones”, me repetía, como ella, porque sabía que sus esfuerzos eran vanos. Tsukiko se quejaba amargamente se estar dialogando, en ocasiones, “con la luna”.
    
La primera vez que lo vi me fijé en su sonrisa. Era generosa. Estábamos en la fiesta de unos amigos. El ruido era ensordecedor así que fuimos fuera. Me recosté en la barandilla de la entrada, presionando, algo tímida, el bolso contra mi cuerpo y él se colocó enfrente casi robándome el espacio. Me gustaba el color de su corbata: del color de las lilas. Y el color de sus ojos: del color del cielo en primavera.     

Me preguntó, así si más, si me gustaba viajar. Debí abrir los ojos como un gato asombrado. Claro que me gustaba viajar. Y había viajado, había estado en Roma, en Londres y en París, pero él se había saltado dos o tres páginas del cuestionario que protocolariamente se supone deberían seguir dos personas que, comienzan la maravillosa aventura de conocerse. No me había preguntado aún quién era yo, salvo mi nombre. En qué trabajaba, de qué conocía a nuestros amigos comunes y por qué estábamos allí. Después me di cuenta, con el tiempo, que por la manera de viajar uno se descubre. Mucho más que siendo funcionario, ingeniero o crítico de arte. Porque la esencia de cada persona está en los ojos, pero no en los de fuera si no en los de dentro, aquellos que sirven para mirar el mundo. Aunque es verdad, ciertamente, que hay personas que carecen de ojos o no quieren o saben tenerlos. Él los tenía  y yo ya estaba entregada a enseñarle los míos. Sólo por aquella pregunta a la que le faltaba la lógica.
    
Él amaba Nueva York. La ciudad de los rascacielos le había hechizado. Uno de los días que vino a visitarme, sentados sobre la arena de la playa, me dijo que Nueva York resumía todos los universos posibles. Se me clavó el azul en calma de su mirada. Una ola rompió en la orilla. Su espuma se expandió. Le pedí que me abrazara. Temblaba. Sería por la brisa que levantaba un fino y penetrante aire frío. Sería por la brisa o gracias a ella.
    
Nuestra relación había seguido el curso de una vela encendida. Con el mismo movimiento de una llama, subiendo y bajando caprichosamente, batiéndose contra el aire para evitar consumirse. Por eso sabía que lo nuestro se extinguiría al igual que esa llama, en cuanto el viento lograra doblegarla, simplemente con un ligero soplo.
     
Si alguien me preguntara ¿Por qué lo amaba? Yo respondería: Porque los sueños forman parte del amor, igual que la noche pertenece al que sueña ¿Por qué amaba Horario a la Maga? Porque ella cortaba las metáforas con sus ojos verdes. Porque sin motivos aparentes, cuando ella no estaba, su ausencia, le dolía en la piel y en la garganta, porque con ella “sentía crecer un aire nuevo”. Porque amar es empezar a construir. El amor tiene sus cimientos, igual que los árboles, raíces bajo la tierra.
          
La primera vez que me besó fue como si hubiese viajado a mi adolescencia. Arranqué la hoja del calendario esa misma noche para que constara que aquel día los labios tenían el sabor de los dieciséis años. El mismo magnetismo. La misma seducción. No tenía edad para arrancar hojas del calendario, pero aún así, quién se resiste a soñar.
      
Su beso tuvo el matiz anaranjado de un enorme pomelo, como el sol que declinaba aquella tarde con toda su curvatura. Hay veces que la vida roza la perfección antes de desvanecerse. Y ese fue, sin duda, uno de esos momentos luminosos. Después, después todo fue distinto, pero yo entonces… qué sabía yo entonces….salvo besar aquellos labios.
     No podemos renunciar al sentimiento. Sería como arrancarse el corazón de cuajo para evitar su latido. Estamos hechos de esa materia que vibra y que circula por las venas como la sangre, con la misma energía e idéntica cadencia.
    
La primera vez que hicimos el amor fue como si dos desconocidos se hubiesen encontrado desnudos, de repente, en mitad de la selva. Y se entregaran a descubrirse, a explorarse el uno a otro, como dos salvajes, tocándose, palpándose, con la pulsión de lo sorprendente concentrada en el vientre. Como si la magia estuviera en ver quién se adentraba más adentro del otro, quién alcanzaba primero el interior del otro. Como si el mundo hubiera existido sólo hasta ese momento y a partir de entonces hubiera que inventarlo todo. Un mundo nuevo de caricias, de besos y de sensaciones.
    
Había entre ambos un deseo de espumas. Sentíamos una atracción inmediata, directa, arrebatadora, como cuando el mar se traga la ola que rompe en la playa y regresa impregnada de arena. Había una seducción de embrujo como una noche hechizada en la que los labios chispean de estrellas y la piel está bañada por la electricidad. Y así una y otra vez y en cada encuentro. Un deseo de tocarse, un deseo de estar, de sentir y de vivir. De plenitud.
   
Por eso ahora trato de comprender aún por qué aquella mañana sentí que, por algún motivo que se me escapaba, y después supe, asistía al final de lo que ni siquiera tuvo ocasión de dejarse apenas soñar. Puedes engañar al mundo, pero no a tus ojos. Los ojos siempre contienen la verdad. Y la verdad es la vida sin artificio, sin terquedad, por eso golpea con fuerza cuando se deja ver. Por eso duele tanto, como la muerte. 
    
Mi verdad apareció en cuanto él pronunció su nombre. El de la otra. El otro nombre. Fue como si un huracán hubiese arrasado mi mar de espumas, como si mi mar de espumas, en su ondulado movimiento, hubiese quedado yermo, agotado por la inesperada tristeza. Un nombre nada más, un solo nombre que se llevaba los besos de pomelo y el color de las lilas. Con el nombre se evaporaba también la ciudad de Nueva York y el azul del cielo, que era el azul de sus ojos. Y se desvanecían las raíces de mi árbol apenas construido y las de mi amor apenas enraizado. Las de mi sueño apenas soñado. O quizás por eso, por soñado y anhelado.
    
Salí de la clínica a la mañana siguiente con la sensación de haber sido arrojada, de nuevo, al mundo. Con el dolor físico disipado, sí, pero intacto el del alma.  Me aferré al bolso como si fuera lo único que hubiese rescatado después de un naufragio y crucé el umbral. Palpé mi libro en el interior. La luz de la mañana tenía la frescura de lo recién hecho, de lo recién estrenado. Sentí el frescor en mi rostro. Caminé. Sonó el teléfono. Quizás fuera él, tal vez,…Pero no lo era. En el escaparate de una preciosa papelería como salida de un cuento figuraba una pequeña bola del mundo y una agenda donde los viajeros de corazón apuntan sus experiencias. Me acerqué al cristal. Los observé. Entré. Quizás fuera una señal. Quién sabe, el mundo es un misterio.   

domingo, 15 de enero de 2012

Senegal

El aire entraba por el balcón con una suave brisa que erizaba la piel.  Volvió a recogerse el cabello para sentir sobre el cuello la caricia de la noche. Observó las estrellas titilantes en la oscuridad. Su amante yacía placidamente sobre la cama. Exhausto. Habían hecho el amor una y otra vez desde que se encontraron. Casi habían olvidado a qué saben los labios en la vida real. En sueños los besos son hermosos como el fondo marino. En la superficie no queda nada, salvo una sensación maravillosa y volátil al mismo tiempo. Se deseaban como dos adolescentes. Habían anhelado ese momento como se anhela la felicidad en los atardeceres.

     Se habían prometido que Senegal no los cambiaría, pero las promesas de los amantes son como las gotas de lluvia. Duran un instante. Después se secan. Nada puede durar eternamente porque la vida transforma los instantes como la luz del sol el reflejo en los cristales. Los ojos de él regresaban como hechizados. Senegal posee las miserias de un país pobre y las grandezas que jamás tendrán ya los países ricos: el olor, los colores y el tiempo adquieren una delirante belleza que sólo se entiende si se ha estado allí.

     Traía como un halo de energía. Nada más llegar a su apartamento, la besó intensamente como si la vida se hubiese acabado y empezase otra nueva en la que no cupieran los espacios en blanco porque todo hay que vivirlo. Hasta lo silencios. La sentía plenamente. Sus ropas iban formando un camino sinuoso a lo largo del pasillo. Le besó la redondez de sus pechos, le buscó la boca, le acarició el ombligo, se sentía como la lava de un volcán sobre su vientre palpitante, penetró su sexo, abierto para él como una concha de mar húmeda y se sumergió en el infinito. Con él penetró todo su viaje, su experiencia, todo Senegal estaba dentro, en el sexo de ella, fundiéndose de placer.
     Ella se sentía como flotando pero con el vértigo de la inconsistencia del aire. Sentía su fuerza y su aliento. Su cuerpo se había transformado en algo frágil y delicado bajo la piel de su amante. Quería mantener los ojos abiertos para vivir aquello con toda su intensidad, para retratar cada momento como si fueran instantáneas. Ella sabía que los recuerdos, por sí mismos, a veces traicionan las emociones y el paso del tiempo acaba por descomponer los sentimientos más profundos, incluso, contra la propia voluntad. No creía en las promesas y por ello, sentía su piel como la de un ave migratoria cuya libertad reside en el aire y en la inmensidad del cielo.

    Le acarició el cabello fino como hebras de hilo color almendra y descendió la mano por la espalda suave como una melodía. Era como si quiera olerlo y sentirlo todo de una vez, como si quiera absorber la esencia de las cosas, aspirar el alma. Devorarla. Parecía un animal salvaje salido de la jaula. Ella lo observaba, como el que asiste a un espectáculo de danza exótica. Observaba el brillo de sus ojos negros, como dos minúsculas esferas chispeantes. Como el misterio que esconden los pozos en su infinita oscuridad. Aquellos ojos resumían toda la humanidad y la pureza que se puede concentrar en una mirada. Cuando lo conoció se fijó en la viveza de sus ojos. En la expresión astuta e inteligente de su mirada. Toda la belleza residía allí, en aquellos círculos de luz. Él contó que una noche en Senegal sorprendió a la luna reflejada en el lago y que jamás la había sentido tan próxima, ni tan resplandeciente, ni tan maravillosa. Pareciera que su existencia cobrara vida sobre el agua. Hundió los dedos y la luna tembló como si se asustase de la presencia de un extraño. Así es ese país, dijo, lleno de contrastes. Y de hermosura. Te marca a fuego.

     Ella sabía que él ya no le pertenecía. De hecho, hacía mucho tiempo que la había abandonado. Una mujer conoce esas cosas. Cuando un hombre está y cuando su presencia oprime más que la de un fantasma. Lo peor no era imaginar la vida sin él, concebir su ausencia. Lo terrible era ordenar la incertidumbre, asfixiar el vacío hiriente de los días sin rumbo, ahogar la nostalgia de su recuerdo, vivir la vida sin contenido, levantarse cada mañana con la angustia arrancándole el pecho. Incorporarse a la rutina cuando uno no está en la vida. Ese era el miedo. El pánico a la soledad que no se ha buscado, el fondo del pozo al que uno se ve arrastrado injustamente. El limbo cruel y despiadado en el que uno flota como el superviviente de una guerra, como el que sale a flote de los desechos de su propia miseria. 

     Le faltaba el aire, por eso fue al balcón, para abrir los pulmones y que penetrara en ellos la atmósfera de la noche, como cuando el corredor de fondo llega a la meta y necesita respirar con premura para no sucumbir al cansancio. La vida. La vida es incomprensible, funciona sin lógica y sin equilibrio- pensaba. Y el amor forma parte de esa fuerza de la vida indómita. Había deseado su llegada hasta la enfermedad, se la había imaginado infinidad de veces. Soñaba con ese momento como el loco en su delirio. Y ahora sentía morirse. Agonizar en su propio deseo.

     Se había jurado a sí misma que atraparía ese instante y que lo viviría con ímpetu, como cuando se viaja y se quiere ver en pocos días una ciudad o un paisaje. Como cuando era una niña y apuntaba en su diario: “Cuando tengas 20 años acuérdate de mi y salúdame” Y los años pasaban y a la edad de 20 años se sorprendía saludándose a sí misma: “Ya tengo 20 años…” Y ahora que había crecido volvía al mismo juego. Se había dicho para sí: “Cuando regrese disfruta del momento y acuérdate de cuánto lo añorabas”. Pero en la madurez se pierde la capacidad para engañarse a si mismo. Por eso el dolor es más agudo, más incisivo, como el zoom de una cámara fotográfica, que coloca la imagen en un primer plano. Resulta difícil alejar la perspectiva. Con los años, los sueños van dejando paso a la desconfianza. Uno empieza la vida cargado de ellos y la edad va empujando hasta que, al final, quedan unos pocos y esos quizás nunca llegan a cumplirse. Como el que atesora recuerdos del pasado pensando que así conservará algo de los años vividos.
  
     Empezó a sudar. Sentía el frío calándole los huesos. Volvió para marcharse, pensó. Él le había explicado que se sentía perdido en el mundo en el que ella se encontraba perfectamente instalada. Que la libertad que él necesitaba la hallaba en aquellas aguas, bajo el mar, en el universo marino y en aquellas tierras, en aquellos paisajes inhóspitos, pero impregnados de magia. “La gente allí te lo da todo con una sonrisa”, decía.
Se aferró al borde del balcón. Se sintió desfallecer. Se escuchaban algunas risas lejanas.  La vida parecía diminuta desde arriba. Quizás no fuera tan difícil lanzarse al vacío. Ni tan doloroso. El impacto de la caída, después…ya no habría después. Peor sería reconstruir la vida por la mañana. Eso sería un final mucho más lamentable. Qué vida se puede construir cuando no se tiene vida, afirmaba. Miró atrás e hizo un tímido movimiento de inclinación.

    “¡Mamá!” oyó como una voz venida del desierto. “Mamá hace frío ahí fuera, vamos entra”. “¿Otra vez esa pesadilla? ¿Otra vez aquella historia de Senegal?”.
    Ella miró aturdida su cama. No había nadie. Hacía muchos años que su cama estaba vacía. Se recostó de nuevo. Sintió, en cambio, el calor humano, como si alguien acabara de marcharse.