lunes, 28 de enero de 2013

Estrellas de mar

El cielo de Madrid, de Julio Llamazares, es un libro que habla del paso de la adolescencia a la madurez. Un recorrido que se desarrolla a través de su protagonista: Un pintor que ha logrado consolidar su estilo cumplidos los 30 años. Al margen de otros argumentos de fondo que envuelven la historia, lo que me fascina de esta novela es la mirada hacia atrás que realiza el personaje. Como el que lleva ya muchos folios escritos de su vida y necesita echar un ojo para revisar. Nos pasa a todos. Y suele ocurrir cuando uno tiene treintaitantos. Es un buen momento para reflexionar sobre lo que uno ha hecho, está haciendo o ha dejado de hacer en la vida. Curioso. A veces entran ganas de llorar. Y otras de desternillarse de risa.
Los treintaitantos son una edad cojonuda. Julio Cortázar en ‘Rayuela’ afirma que a esta edad (aunque él la sitúa en los 40) el hombre empieza a colocarse los ojos en la nuca. Cuando sitúas tus ojos en la nuca es porque estás a punto de convertirte en un nostálgico. Cuidado con eso: Puede ser un arma de doble filo.
Le contaba a una amiga que a esta edad uno experimenta cosas alucinantes en la evolución de su vida. A diferencia de la evolución de la vida: la evolución geológica, la biológica, la que sea, la humana no necesita de siglos para mover los cimientos de su comportamiento. Una década puede bastar para darse cuenta de si se ha estado haciendo justamente lo contrario a lo que se perseguía. Por eso, muchas personas, llegadas a la treintena (y más….) empiezan a reconstruirse de nuevo. Son años de contrastes. Porque se deja atrás la inocencia de la adolescencia, la primera madurez de los veintitantos, que después uno descubre que sólo era un espejismo y que realmente se era demasiado joven para hablar de madurez. Y se empieza a entender lo que es vivir.
Creo que en la vida somos como estrellas de mar, estas especies maravillosas que pueden regenerar sus brazos cuantas veces quieran. Porque los seres humanos nos regeneramos igualmente y de una manera asombrosa. Pero una vez traspasada la frontera de los 30, esa capacidad de regeneración se ralentiza. Por eso, empezamos a actuar con mayor precisión, a no dejarnos llevar con facilidad, a blindarnos frente al sufrimiento, a arrojarnos con seguridad, a aventurarnos pero no sin red. Porque los ojos de la nuca nos advierten y nos protegen.

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