martes, 27 de noviembre de 2012

Madrid 2012

He descubierto que los lugares resultan malditos o divinos en función del ánimo con el que uno se acerque a ellos, de la persona elegida para visitarlos o de las circunstancias que envuelvan el viaje. Es difícil que todo confluya, pero a veces, ocurre, como cuando se dan ciertos fenómenos estelares.  Siempre he pensado que tengo una deuda pendiente con Londres. Tengo un poso de malestar que debo liberar. He hablado miles de veces de ello. No es la ciudad. Reconozco que es hermosa y bien organizada, tal y como la soñé. Pero no es eso. Necesitaría pasearla de nuevo. Respirarla una vez más. Reencontrarme con ella para que no se me cruce una mueca de disgusto cada vez que alguien me dice que Londres es una ciudad fantástica. Las estrellas no estaban para mí, cuando visité esa ciudad.  Debo volver, me digo, a veces.
Algo parecido me ocurría con Madrid, la ciudad donde estudié. Hacía mucho tiempo que tenía pensado regresar y reconciliarme. Regresar a un lugar no es cuando se vuelve físicamente sino cuando se  es consciente de que ha llegado el momento de la reconciliación. Es lo que me ha ocurrido este pasado fin de semana. La ciudad me ha acogido como nunca me he sentido en ella. Ha sido como el encuentro de dos viejos amigos que se abrazan y olvidan las diferencias que tuvieron un día. Tuve una relación amor-odio durante los cinco años de la carrera. A veces sentía que odiaba la atmósfera asfixiante de una ciudad inabarcable y cosmopolita hasta la locura. Otras, dejaba enamorarme fácilmente. Desconocía entonces que simplemente estaba creciendo en ella. Madurando. Tenía 18 años.
Las ciudades cambian como cambiamos las personas. En esencia seguimos ahí, pero somos otra cosa. Eso es lo que pensé este fin de semana paseando por la Gran Vía. Madrid está aquí. Yo estuve aquí. Viví aquí. Me desenvolvía por estas calles. Mi piso estaba allí ¿Vivirá alguien? Pero realmente Madrid es ya otra cosa. Otra gente. Otro tiempo. Eso pensábamos mi amigo y yo mientras tomábamos café en la Plaza Mayor. Cada cual con las fotografías de su tiempo en la cabeza. Yo hacía 13 años que no tenía conciencia de haber regresado a Madrid. Mi amigo 20. Estábamos como hipnotizados. Hechizados por el embrujo que surge de contraponer el presente con el pasado. Como cuando se abren los álbumes familiares y te descubres con extrañeza de pequeño. El tiempo pasa. Es increíble la velocidad que la vida imprime a los recuerdos. Y de repente, el azar o la confabulación de las estrellas, te sorprende viéndote 13 o 20 años después recorriendo la Puerta del Sol, buscando la misma tasca donde te tomaste hace tanto tiempo un bocata de calamares o la estatua del Cascorro, porque los domingos solías pasear por el rastro de La Latina. Eras tan joven. Eras tan inocente. Que asusta.
Las ciudades ofrecen oportunidades. Madrid me ha brindado una segunda. También es verdad que las estrellas estaban de mi parte esta vez. Esta vez sí. Puede que crea a partir de ahora en los ángeles, como en el libro de ‘Ru’, ese “ejército de ángeles que parecen lanzados desde el cielo en paracaídas sobre la ciudad” y que acuden en nuestra ayuda. De hecho, la canción que sonaba en el hotel donde me hospedaba, ‘Ángel City’, se ha convertido en la banda sonora de mi viaje desde entonces. También es verdad que no podía haber elegido mejor compañía para este viaje. Elegí la mejor de las compañías posibles. Porque mi acompañante era uno de esos ángeles.

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