Si
tuviéramos un sentido especial y primitivo, como poseen los animales que
presienten cuando el tiempo está revuelto, sentiríamos, sin temor a
equivocarnos, que nos envuelve una atmósfera especial, o no, o todo lo
contrario, que nos invade un vacío lamentable, cuando estamos con alguien.
Quise decirle a mi amigo el otro día que me sentí especial en el café. Que una
se siente especial porque el tiempo, no el biológico, el otro, el rítmico, el
que corre o se ralentiza con la pulsión del espíritu, se había pulverizado.
También quise decirle que me gusta escucharlo y observarlo mientras habla, porque
sus pequeños ojos inquietos son como las novelas de misterio, que nunca se sabe
si el final es el que se intuye. Que me siento a salvo de la incertidumbre de
la cosas. Que me protege sin darme un abrazo. Que sus distancias son mis metas.
Su amistad un milagro de la vida. Que estar a su lado, es, en definitiva, un
regalo, que llega en pocas ocasiones, como en ésta. Que no se lo dije por el
temor a que esa atmósfera, ese aura, no exista y sea únicamente una invención
mía, porque, a diferencia de los animales, carecemos de ese otro sentido. Por
eso los animales no necesitan de la fantasía para existir y nosotros nos
aferramos a ella para sentir que no morimos.
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