Yo creo en ese lenguaje que se transmite de libro a libro. De que un libro lleva inevitablemente a otro libro, como si una puerta te condujera inevitablemente a otra. Ese lenguaje se da también con los amigos, con los artículos que lees o con los mensajes que surgen en nuestra vida cotidiana: De repente, un día viajas en coche escuchando la radio y alguien comenta que ha leído tal o cual novela y se te agudiza el gusanillo devorador que llevas dentro. Este pasado fin de semana Antonio Muñoz Molina afirmó que “no hay un gran libro que no contenga, al menos, un gran viaje”. Lo decía a propósito de ‘La edad de los prodigios’, del historiador británico Richard Holmes. Los libros contienen viajes e invitaciones a otras lecturas dentro de sus propias narraciones. Yo leí ‘la elegancia del erizo’ y ese libro me condujo como un imán a Ana Karenina, aunque resulte así, a voz de pronto, una excentricidad. Un artículo de Manuel Vicent me hizo descubrir un verano de grandes lecturas a Julio Cortázar y a ‘Rayuela’, novela que amo por encima de todas las cosas. Un amigo me ha dicho que lea ‘Bocas del Tiempo’ de Eduardo Galeano, que contiene fantásticos relatos. Entre ellos me recomienda ‘Historia Clínica’ y ‘El mar’. Me dijo, mi amigo, que lo que más le gustaba de Galeano era su capacidad para llegar a las reflexiones que construye. Ahí está, supongo, la genialidad del escritor. Yo le dicho que para mí, entre otras cosas, lo más hermoso que te puede aportar la literatura, si es que la literatura contiene alguna utilidad práctica, es precisamente poder abrirse a esas reflexiones que nos aportan los otros. Compartirlas o no. Crecer con ellas.
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