lunes, 26 de marzo de 2012

Vencer al corazón

Hay un cuento precioso en ‘Tierra Desacostumbrada’, un libro de Jhumpa Lahiri que recoge historias de familias de ascendencia bengalí en EEUU, que relata el amor secreto de una madre, de una esposa, a través de los ojos de su hija. Un amor oculto, sufrido interiormente porque esa mujer pertenece a una comunidad en la que el matrimonio lo determinan intereses ajenos a los sentimientos y al corazón. Lo más hermoso del relato, al menos para mí, reside en ese instante en el que la hija, que atraviesa un momento de desolación amorosa porque la abandona el chico con el que iba a casarse, descubre que el amor de su madre no es precisamente el que ella creía, su padre, sino un hombre, ese muchacho, también bengalí, que sus padres acogieron en casa y con el que tantas veces fueron de excursión al campo cuando ella era niña. Aquel hombre, el secreto de su madre, se convirtió en un miembro más de la familia. El amor de su madre: Su renuncia y su resignación. Hacia el final del relato, cuando ella misma, que narra la historia, experimenta el desamor, se produce ese maravilloso encuentro entre madre e hija, en el que la madre revela su secreto porque siente sufrir a su pequeña que ya es una mujer. Porque la siente desolada. Una lección magistral de lo que es la vida, de lo que la madurez aporta a la inocencia, de lo que una generación aporta a otra. Se produce, entonces, ese instante, en el que descubres las cosas, en el que se abre tu conciencia como una flor y tus padres se presentan ante ti como hombres y mujeres, con sus propios sentimientos, sus sueños, unas veces logrados, otras veces derrotados. El relato muestra también la renuncia que, en la vida, debemos afrontar de las cosas que creemos amar con fuerza. El abandono de los sentimientos más hermosos. De aquello por lo que decididamente empeñaríamos el alma, por lo que venderíamos al diablo. El desgarro que produce cerrar los ojos a lo que más se adora porque, sencillamente, hay que vivir. Porque vivir no significa especialmente ser feliz con plenitud, tener dicha. En el camino de la vida, uno va entendiendo que vivir significa igualmente renuncia y resignación, como le ocurre al personaje del relato de Lahiri. El amor es una escuela perfecta para aprender esa lección. Como si en mitad del océano, uno se sintiera naufragar y tuviera que ir despojándose, para sobrevivir, de lo que más aprecia. Sus pertenencias más admiradas. Las más queridas. Aquellas que son el aliento y la luz y que hay que arrojar, en cambio, al mar. Para sobrevivir es preciso, a veces, hundir el propio corazón, llevarlo hasta el fondo, para salir, después, a flote.

sábado, 17 de marzo de 2012

Puro Cela

La España de la posguerra, en la que vivieron mis abuelos, se me antojó ayer como una España extraña. Esa sensación de cuando una cosa te es familiar pero distante al mismo tiempo me vino a la cabeza viendo la obra 'La familia de Pascual Duarte' en una fiel versión, muy pegada al texto de Camilo José Cela, de Tomás Gayo representada en el Gran Teatro de Huelva. La obra es dura. Porque la España que refleja el montaje, de la que yo he oído hablar a mis abuelos y, después, a mis padres, era punzante. Profunda. Oscura. Hiriente. Sin embargo, pareciera que sobre el escenario me hablaran de un España lejana, ajena e incluso en la frontera de lo extravagante. Tomás Gayo dice que con esta obra siente que por fín le llega el reconocimiento. Es valiente, desde luego, porque presenta una obra en un momento en el que el país está sumido en una crisis económica y en la que ir a presenciar sobre el escenario las tremendas pulsiones de una época pasada que se cree superada, viene a sumarse al dolor de la propia realidad. Mejor sería ver una comedía para evadirse. El propio día a día ya resulta demasiado humillante. Y eso sentí ayer, que la obra pesaba demasiado en la conciencia. Mi amiga Sandra me dijo a la salida de la función: "Esto es puro teatro". Es verdad, es palabra y actor. Incluso palabra, actor y silencio. Porque hay silencios sobrecogedores que podían cogerse con las manos. Tocarse. El montaje posee una interpretación colosal de sus actores. Genial el papel de Miguel Hermoso que encarna a Pascual y al que yo considero víctima de la época en la que vivió. A Pascual Duarte lo trituró su propia época. Una época de pasiones en la superficie. De visceralidad. De instintos candentes. Ciertamente, como decía Ana Otero, en el papel de Lola, el amor de la vida de Pascual, es "puro Cela, es la palabra desnuda, sin aditivos". Vivimos en un mundo en el que hemos esterilizado las pasiones, los sentimientos. Por eso, uno mira hacia abajo en algunas escenas. Escenas fuertes. Dolorosas. Para no ver. Por miedo a que sea demasiado auténtico.

jueves, 1 de marzo de 2012

El alma del piano

Mine Kawakami es capaz de dar vida con su piano de cola al sonido que reside en el interior de cualquier cosa. Es una virtuosa de este instrumento musical al que traslada su alma. Las noches estrelladas, los días de tormenta, una plaza de Córdoba en la que el agua de una fuente fluye en calma, la solemnidad de la catedral de Santiago o un viaje a la Habana encierran un maravilloso universo musical, al que esta artista es capaz de dar existencia. Porque realmente una siente, cuando la escucha, que las cosas cobran presencia a través del oído. Incluso el dolor puede tener su expresión musical. Kawakami contó que perdió amigos en el terremono de Japón. Ha sido un mazazo para los japoneses. Y ella, junto con muchos compañeros músicos, estuvieron impelidos para tocar durante, al menos, un año. La composición que tocó en homenaje a sus seres queridos desaparecidos en esa tragedia comenzó con un golpe seco sobre el piano, emulando un grito de impotencia, de desgarro. De muerte. El sonido retumbó como el silencio en un funeral. Pero poco a poco, la música se fue haciendo más suave, abriendose paso en la oscuridad, porque Kawakami dice que ella sabe que están ahí, en algún lugar, no muy lejos. La música le ayuda a reencontrarse con esos amigos que ya no están.