Me alegro tanto de que Antonio Muñoz
Molina haya ganado el Premio Príncipe de Asturias de las Letras que, de alguna
manera, como lectora, me siento gratamente compensada por haberme fijado en un
escritor como él. Yo lo descubrí, supongo que como muchos, por sus artículos en
Babelia cultural de los sábados en el País. Maravillosas reflexiones sobre el
arte, la literatura, los viajes y la vida. Creo que no se puede pedir más al comienzo de un día. De hecho, durante muchos sábados convertí la lectura de su artículo
en un ritual: El café calentito en las manos y el artículo de Muñoz Molina
invitándome a soñar recién despierta.
Lo que me gusta de Antonio Muñoz
Molina es su capacidad de ponerte lo excelso y lo sublime al alcance de la
mano. Es una delicia caminar de su mano por los museos de Nueva York y del
mundo y descubrir las vidas de autores gracias a su mirada. Su forma de
concebir la cultura, sus gustos, sus inquietudes. Su manera de explicar las
cosas es fascinante. A veces es una mirada proyectada desde cualquier plaza del
mundo. A veces es su propia experiencia, como relataba este sábado, a propósito
de Caravaggio, visitando pinturas de autores importantes para él, la que se te contagia
como un privilegio.
Pero lo que más me gusta de Antonio
Muñoz Molina es la presencia irrenunciable de sus raíces. Un hombre de un
pueblo andaluz que un día fue a estudiar a Madrid. Cuando relata sus comienzos;
cuando habla de su Jaén natal (nació en Ubeda) me siento plenamente
identificada, pese al salto generacional que nos separa. Es porque la gente que
hemos vivido en pueblos compartimos vivencias, estoy segura. Diría más:
Compartimos sensaciones. Una evolución para adaptarnos a la ciudad. Una
percepción de las cosas que permanece pese al paso del tiempo. Una esencia
insustituible. La imagen de Jaén que Muñoz Molina desgrana en sus artículos evoca
en mi recuerdos de mi infancia en la aldea de mi pueblo.
Quizás no sea el más representativo
de sus libros pero le tengo un cariño especial porque lo leí un verano por
casualidad: ‘En Ausencia de Blanca’
es la historia de un funcionario corriente que se enamora de una mujer
apasionada por la cultura y el arte. Hay un choque de mundos. Un cruce de universos
que nada tienen que ver, antagónicos. El orden de él y la locura de ella, que,
sin embargo, convergen y se complementan. Me gustó porque retrata muy bien el
corazón contradictorio del ser humano. El hombre está lleno de pasiones
complejas. El miedo del protagonista a que Blanca desapareciera de su vida, que
él consideraba anodina y aburrida no es más que la metáfora del miedo que todos
experimentamos cuando la pulsión por algo nos sobrepasa, cuando nos sentimos
sabedores de rozar los sueños.
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