Llevo
días pensando que la vida es como una bestia salvaje a la que uno quiere
dominar con la fuerza de un vaquero. Pero su furia indómita escapa a cualquier
estrategia para amansar fieras. Esa sensación de impotencia ante nuestros
anhelos nos genera frustración. Es como si fuéramos actores con los papeles
trastocados en la representación de un acto: “Oiga, que yo debería tener el
papel de…y, en cambio,...estoy representando este otro en el que no me hallo”.
Creo que, con los años, se va descubriendo, no sin cierto asombro todavía, que
los papeles, de hecho, están invertidos: La vida posee la fuerza del vaquero y
uno se descubre siendo esa fiera salvaje finalmente domesticada. Y se aprende a
no rugir ante las mordidas que asesta el destino, si es que existe un destino
que dirige nuestras vidas. Y se aprende a no esperar nada. A digerir los
golpes. Bueno, a no soñar es imposible, porque sería como segarle a uno la
existencia, pero sí a soñar realidades. Uno comienza la vida soñando infinitos
y acaba soñando verdades como puños a golpe de tropiezos. O incluso a no
permitirse soñar demasiado. Soñar puede dejarte mutilado. A todos nos ha pasado
alguna vez: Que nos han partido en dos algún miembro de nuestra esencia. Y
desde entonces caminamos, vamos hacia delante, pero ya no es lo mismo. Se nos
nota la cojera. Todo el mundo cojea de algo. Resulta sorprendente. Con el paso
de los años, oí decir a un director de cine, uno descubre que los sueños que te
contaron no van a cumplirse. Es frío aceptar esto. Es como si el mundo fuera
conformándose a base de estalactitas de hielo en el interior de una gruta en la
que uno quisiera tener bolas de fuego para poner a hervir su propia sangre.
Escucho a mí alrededor a fieras dóciles y amansadas. Yo misma, una más entre
ellas, me he visto desprendiéndome de algunos sueños en los que creía con todas
mis fuerzas. Ayer mismo, sin ir más lejos, dejé escapar uno sin remedio.Con toda mi tristeza, cierto. Pero sin deseos ya de echarme a correr para cambiarlo.
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