Me
encontré a mi vecina en el ascensor. Es curioso, sí. Pero nos encontramos mucho
en ese lugar. Unas veces subo yo y ella está esperando. Y otras veces, se
invierten los papeles. Hasta el punto de que un día nos llegamos a decir:
“Tenemos horarios parecidos. Salimos y entramos casi a la misma hora”. Y de
tanto subir y bajar hemos ido intimando. El otro día me dijo que vive sola
desde que su marido falleció y que se dio un susto tremendo la otra noche
porque un loco pulsó su número a altas horas de la madrugada. Imagino el
timbrazo en la soledad de su casa. Sonaría terrible e inesperado. Y el corazón
de mi vecina se habría disparado como una locomotora sin control. Hay ruidos en
la noche que te hacen palidecer. La noche tiene, además, ese don, de retorcerlo
todo. De confundirte. De elevar a categoría de preocupante lo más nimio. Así
que pude imaginarme perfectamente la escena: Aquel individuo, un borracho tal
vez, llamando al timbre denodadamente y ella con el terror en el cuerpo,
aferrada a las sábanas. Yo también me he pegado a las sábanas más de una vez
para ocultarme de mis propios fantasmas. Después, por la mañana, me ha dado
timidez recordar el gesto. Porque un fantasma, de haberlo, te descubriría
perfectamente debajo de las sábanas. Es de tontos pensar que los fantasmas no
te van a ver debajo de las sábanas. Pero uno se siente protegida en ellas. Como
si te pudieras volver invisible. Es como un juego de niños. Como cuando echas
de menos a alguien y te acurrucas a la almohada. Y la abrazas. Sabes que no está
esa persona, pero te abrazas a ella.
Mi
vecina es viuda, decía. No lo sabía, aunque, la verdad, siempre la he visto
sola. Sus hijos viven fuera. El otro día me invitó a tomar café. Su piso es
como el mío, pero absolutamente diferente. Me sentía extraña. No solo porque
estaba en casa de una desconocida, sino porque era como estar en mi salón pero
en un sueño extraño en el que los muebles están dispuestos de otra manera. Es
tu salón, pero al mismo tiempo, no lo es. Es familiar y chocantemente distinto.
Vino con el café. Una tetera de porcelana con unas tacitas y unas pastas. Cogí
la tacita con sumo cuidado, por si por mil demonios se me caía al suelo. Seguro
que aquel juego de café tenía su historia. Sería de su abuela o más antiguo
aún. Vete tú a saber. Eran lindas sí. Coquetas. De otra época. Daba cierto
vértigo poner los labios en el borde. Era como dar un sorbo a todo el árbol
genealógico de aquella viuda. La decoración, era la propia de una mujer mayor.
Podría ser la casa de mi madre. De cualquier madre de esa edad. Los mismos
muebles de la casa de cualquier madre.
Tenía
ganas de preguntarle cómo es la composición de la vida de una mujer que
enviuda. En qué se vuelca. Qué aspiraciones quedan. Cómo es la vida a los
setenta y tantos años, cuando desaparecen poco a poco las personas que figuran en las
fotografías del álbum familiar. El piso estaba vacío pese a los muebles. Pese a
las instantáneas familiares que poblaban las paredes. Una tristeza de lluvia.
Una atmósfera plomiza. Una gravedad de domingo pese a ser un día cualquiera.
Quería
preguntarle por el amor. Por su marido ausente ¿Lo echaría de menos? La palabra
viuda es profunda. Denota oscuridad. Es como una palabra maldita en sí misma.
No
sé cómo lo hice porque hablábamos de cosas triviales, pero finalmente me arrojé
a preguntarle si echaba de menos a su marido. Por un momento sentí que me
temblaba la tacita. Y me ruboricé por mi impertinencia. Hubo un silencio de
segundos. Yo diría de años. Finalmente ella contestó. Olvidé que las personas
mayores hablan con pausas. Y esas pausas encierran mensajes tan importantes
como lo que van a decir. Eso solo se aprende con los años. Fue algo así como:
“Todos los días”. No hizo falta nada más. De vuelta a mi casa recordé un relato
de Antón Chéjov en el que decía: “Hay que amar, todos debemos amar, ¿no es
cierto? Sin amor no había vida”.
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