Los ojos de mi amigo son de canela. De suave canela con la que se espolvorean las natillas caseras. Esas natillas que saben a hogar y a otoño. A infancia y a pueblo. Mi amigo tiene unos hoyuelos en las mejillas que hacen que las sonrisas se conviertan en espectáculos cargados de luminosidad. Sí, cuando mi amigo sonríe, es como si se abrieran todas las ventanas una mañana temprano y hubiera dibujado, al fondo, un horizonte hacia arriba, escalando el cielo.
Tomé café, hace unos días, en su casa. Cuando una persona entra por primera vez en casa de alguien al que acaba de conocer, escudriña, como un espía, los detalles que revelen su personalidad más íntima. Como si la decoración o la disposición de los objetos pudieran, misteriosamente, descifrarnos su alma. Y en cambio, estoy segura de que algo de eso hay. Siempre he creído que nos desparramamos, sin saberlo, en nuestras cosas. Nuestra casa es un poco de nosotros mismos y nosotros mismos somos un poco de nuestro hogar. Allí queda nuestro interior, aparentemente de forma caprichosa.
Mi amigo habla con un cariño infinito de su padre. Con ese anhelo aferrado que nos abate cuando las personas que queremos, que son importantes en nuestras vidas, ya no están. Me llena de ternura escucharlo porque, pese a no haberlo conocido, puedo casi verlos juntos. Y los veo en el campo, en el huerto, entre tomateras y árboles frutales, porque su padre poseía una huerta, donde mi amigo, de adolescente, echaba largas horas ayudándole. Cuando nuestros seres queridos se van, nos negamos a pensar que su ausencia sea definitiva. Por eso, seguimos sintiéndolos próximos en nuestro corazón y somos capaces incluso de rozar su presencia, porque los sentimientos tienen ese poder de abrazar lo que amamos aún en el vacío. Por ello, una noche cualquiera en la que estamos desvelados, podemos llegar a sentir, en un movimiento de sábanas, el reflejo de su ángel.
En el frigorífico de su casa, mi amigo, junto a las fotografías de sus viajes, a los imanes de los lugares que ha visitado, a los recuerdos de pequeños momentos, como el llavero de una blanca piedra de una playa andaluza en el que figura pintado con letra finísima su nombre, ha colocado una foto de su padre. Y su padre sostiene en brazos a su hija, siendo un bebe, con esa mirada enternecedora y transparente que solo poseen los abuelos. Algún día, alguien tendrá que explicar porqué los frigoríficos se convierten en santuarios de nuestras vidas, en esos pequeños templos de nuestros valores y en museos de nuestra existencia más inmediata.
Algún día…algún día alguien tendrá que explicar por qué hay personas que nos transmiten un afecto y una ternura desbordante. Un apego sincero que nos invita a abrazarlas fuertemente para protegerlas. Y eso es justo lo que me ocurre con mi amigo. Esa protección que él no ha pedido y que yo me brindo a ofrecerle.
No hay comentarios:
Publicar un comentario