Me gusta escuchar
especialmente a una amiga mía porque a sus 82 años su sabiduría,
curtida a base de experiencia, es la mejor lección de vida que una
persona pueda recibir. A veces cuando tomo café con ella me digo:
“la próxima vez me traigo una libreta para apuntar”, como si la
vida fuera un ejercicio de periodismo permanente. Obviamente la vida
no se parece a una crónica periodística. De lo contrario, habríamos
muerto de amor o de pena. Pero sí pienso que cuando la vida se te
mete dentro, cuando los años pesan en las entrañas de haberlos gastado, usado y
sentido, cuando el tiempo es una locomotora que te va dejando
verdades como puños en cada estación, entonces la existencia se
llena de titulares grandiosos. “La vida hay que abrazarla como venga”,
me dijo un día. Cuando alguien, en la cúspide del vivir, te dice
una frase así, uno no la cree del todo porque cuando se es joven los
sueños están preñados de esperanza. Nos pasamos media vida
aprendiendo a estar aquí, a saber elegir y justo cuando uno acuña
toda la experiencia del mundo como una bolsa de viaje bien
organizada, descubrimos que estamos justo al final del camino. Lo que
me gusta de ella es que las pequeñas cosas son las que hacen
chisporrotear sus ojos cuando habla de los
recuerdos. Basar la
felicidad en las pequeñas cosas es una tarea monumental que no todo
el mundo logra. Uno tiende a pensar que debe hacer algo grandioso
para realizarse. Mucho peor, muchas personas nos pasamos media vida
esperando que eso grandioso nos deslumbre. De su infancia hay una
frase fantástica que ella repite: “Éramos tan felices. Teníamos
de todo. No nos faltaba de nada. Éramos pobres, pero muy
afortunados”. A esto me refiero cuando digo que si la vida fuera un
artículo de periódico, yo le pondría hoy este titular.