martes, 30 de junio de 2015

El rayo verde


Hablaba un profesor de la Universidad de Harvard de las claves para encontrar la felicidad. Una se pregunta si no nos estaremos volviendo seres extraños en un mundo disparatado. Yo, al menos, tengo la sensación , a veces, de estar rodando cuesta abajo sin saber muy bien por qué. Un amigo náufrago vino a mi isla en busca de auxilio, donde yo creí estar a salvo de mis fantasmas. Se percibía perfectamente en el fondo el mar el pecio de la felicidad de mi desvalido amigo hecho trizas y envuelto en esa nebulosa azul con la que el mar da cobijo a las cosas que engulle en su inmensa garganta oceánica. Dar consejos resulta muy fácil cuando uno está curtido en experiencias marinas, pero muy complejo cuando el náufrago es uno mismo. La felicidad empieza por ser capaz de erigirse en rescatador de nuestro propio desamparo. No hace falta encontrar las claves para levantar los pilares del edificio de nuestra armonía en ninguna prestigiosa universidad. Mucha gente sencilla es capaz de sostener entre sus manos la felicidad con la clave que aporta la vida: que es el sentido común. No hace falta esperar el milagro del rayo verde al que se refería Julio Cortázar en su relato Un sueño realizado para darnos cuenta de que todo está en nosotros. Es verdad, no hacen falta pócimas milagrosas, pero sí mucho amor propio, esfuerzo y valentía para descubrir que esas anheladas claves mágicas no están en los libros de investigación sino mucho más cerca de lo que podamos imaginar. Ahora bien, yo me apunto la primera a hacer la tarea.

viernes, 12 de diciembre de 2014

Muchas primaveras

Me gusta escuchar especialmente a una amiga mía porque a sus 82 años su sabiduría, curtida a base de experiencia, es la mejor lección de vida que una persona pueda recibir. A veces cuando tomo café con ella me digo: “la próxima vez me traigo una libreta para apuntar”, como si la vida fuera un ejercicio de periodismo permanente. Obviamente la vida no se parece a una crónica periodística. De lo contrario, habríamos muerto de amor o de pena. Pero sí pienso que cuando la vida se te mete dentro, cuando los años pesan en las entrañas de haberlos gastado, usado y sentido, cuando el tiempo es una locomotora que te va dejando verdades como puños en cada estación, entonces la existencia se llena de titulares grandiosos. “La vida hay que abrazarla como venga”, me dijo un día. Cuando alguien, en la cúspide del vivir, te dice una frase así, uno no la cree del todo porque cuando se es joven los sueños están preñados de esperanza. Nos pasamos media vida aprendiendo a estar aquí, a saber elegir y justo cuando uno acuña toda la experiencia del mundo como una bolsa de viaje bien organizada, descubrimos que estamos justo al final del camino. Lo que me gusta de ella es que las pequeñas cosas son las que hacen chisporrotear sus ojos cuando habla de los
recuerdos. Basar la felicidad en las pequeñas cosas es una tarea monumental que no todo el mundo logra. Uno tiende a pensar que debe hacer algo grandioso para realizarse. Mucho peor, muchas personas nos pasamos media vida esperando que eso grandioso nos deslumbre. De su infancia hay una frase fantástica que ella repite: “Éramos tan felices. Teníamos de todo. No nos faltaba de nada. Éramos pobres, pero muy afortunados”. A esto me refiero cuando digo que si la vida fuera un artículo de periódico, yo le pondría hoy este titular.

lunes, 15 de septiembre de 2014

Momentos

Al margen de los episodios históricos que aporta la realidad que a uno le toca vivir, como la abdicación de un rey, las corruptelas políticas o la crisis de un país, están los momentos que marcan nuestra existencia particular. La biografía de cada cual está repleta de esos instantes que, conscientes o no, nos han transformado en lo que somos. A poco que uno rastree, se encuentra en ellos con total seguridad. Un amigo apasionado de la música me contó que una tarde cualquiera de un día cualquiera de hace ya bastantes años, siendo él adolescente escuchó en la radio una canción, que le supo maravillosa. Ese día, aquel instante, que no tiene para el mundo la categoría de haber pisado la luna ni de haber descubierto el universo, significó para si mismo un momento estelar: el de descubrirse en la sensibilidad musical. El de sentirse fascinado por aquel sonido venido del transistor. Uno se pasa la vida esperando que le ocurran cosas sorprendentes y descuida estos pequeños detalles que, en realidad, son los grandes acontecimientos que son aportan, sin pretenderlo, el anhelado sentido que buscamos. Un verano cualquiera de un año cualquiera, cuando yo era adolescente, mi hermana me dio un libro. Ese libro se titulaba Momo. Su autor Michael Ende. Estoy segura de que leí otros libros antes. He leído libros después. Pero aquella tarde de verano de aquel año que no recuerdo, me observo claramente abriendo el volumen y sintiendo que aquella historia que salía de sus páginas era algo más que un cuento. Mi amigo me contó que escuchando la canción entonces sintió, sin entender muy bien las razones, que se le erizaba la piel. Yo, al leer ese libro, sentí igualmente algo especial. De ese algo especial están hechas nuestras biografías. Los momentos históricos de nuestras vidas no constan de acontecimientos cósmicos, no tenemos que esperar a que abdique un rey para escribirlos, nos basta con recuperar del recuerdo los pequeños instantes que son las grandezas de nuestras vidas. Lo que nos cambió sin darnos cuenta. En lo que nos hemos convertimos. Lo que somos.

sábado, 14 de junio de 2014

Cuando deseas algo

Cuando alguien quiere alcanzar algo, la mejor opción es tomar el camino opuesto. Lo leí de Michael Ende, autor de la Historia Interminable. Ahora bien, obviamente uno se pregunta: ¿Cómo es posible que se desee algo y tenga que hacerse justo lo contrario? Es una absoluta paradoja. Como seres obstinados que somos, la naturaleza no nos ha preparado para eso. Muy al contrario, estamos entrenados para empeñar todas nuestras fuerzas hasta alcanzar la meta anhelada. Si amamos a alguien, no se nos ocurriría invertir los sentimientos. Cuando deseamos que algo ocurra de verdad, nos resultaría complejo cambiar la estrategia. Dice el escritor que Dante, en la Divina Comedia, para llegar al paraíso tuvo que pasar primero por el infierno. Él plantea que para encontrar la realidad hay que seguir ese recorrido
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Me estoy acordando mucho de la Historia Interminable estos días. Recuerdo perfectamente cuando la leí. Tumbada en una manta en mi habitación de la casa de mis padres cuando las tardes de verano tenían la cadencia perfecta para leer libros. Después, han venido otros veranos, que han podido ser mejores o peores, pero no con aquella luz de las tardes de siesta de mi pueblo. El protagonista, Bastián, inmerso en el mundo fantástico al que se trasladó, en una de las últimas puertas que tenía que atravesar para regresar el mundo real, debía desear sinceramente que no se abriera. Pretender que una puerta no se abra justo cuando es lo que sueñas es como pedirle al mar que detenga las olas. Es curioso, pero a todos nos ha pasado alguna vez. Precisamente cuando uno está a punto de sucumbir es justo cuando surge la oportunidad. Justo cuando estás a punto de dejar esfumar tus esperanzas es cuando llega el momento. Entonces, recuerdo que Bastián se rindió como diciendo: Hasta aquí he llegado. Fue cuando la puerta ansiada se abrió. Tengo varios amigos que están pasando por un mal momento y quería encontrar el modo de aconsejarles que quizás las respuestas no llegan cuando las necesitamos, aunque fuera justo que así fuera. No es una invitación a dejar de luchar. Todo lo contrario, yo me siento la primera luchadora. Pero quizás el protagonista de esta maravillosa historia nos ayude a entender que hay veces, aunque nos parezca una locura esta proposición, que debemos dar la espalda a las cosas precisamente para encontrarlas.

miércoles, 19 de marzo de 2014

Felicidad: ¿Ciencias o letras?

La experiencia, la formación y la educación que haya tenido cada cual resultan importantísimas a la hora de interpretar las cosas, de analizarse a sí mismo y de mirar el mundo. Estos días hablábamos mi prima y yo sobre la felicidad. El tema, reconozco, me apasiona. Me fascina en el sentido de que considero que tenemos al alcance de la mano las claves, si no para ser felices en su totalidad, sí para vivir mejor. Especialmente para sentirnos mejor en la vida que vivimos. Muchos de nosotros no vivimos la vida soñada. A muchos más nos entra la anhelada necesidad de cambiar nuestros hábitos. Conocemos qué nos hace sentirnos mejor y en cambio, retrocedemos y nos colocamos cada noche como los murciélagos, a dormir boca abajo. Mi prima, una mujer de ciencias, me comentaba que le había llamado la atención un documental en el que hablaba de las conexiones existentes en el cerebro que inciden en nuestra felicidad. Algo así como que física y biológicamente la felicidad es abordable. Es decir, que las claves de la felicidad y del bienestar residen en la ciencia y en nuestro organismo. Para una persona, con una formación de letras en su definición clásica como yo, que la felicidad dependa de la ciencia es como desentrañar los misterios de la trigonometría. Una tarea apta únicamente para deportistas avanzados. De hecho, tengo una cuenta pendiente con los problemas de trigonometría desde que era adolescente. Muchas veces he soñado con un faro y un barco en el que navegaban dos personas. La distancia del barco al faro era lo que había a resolver. En mi sueño el barco acababa lamentablemente hundiéndose. Chari y yo solíamos estudiar juntas en el instituto. Yo literatura y textos de griego y latín. Ella matemáticas, física y química. En los descansos tratábamos de acercarnos las materias. Hice letras, más que por amor a la literatura (por supuesto, sigo siendo apasionada) por una manifiesta incapacidad para entender los entresijos de las matemáticas. Siempre pensé que las matemáticas son como los interiores de un ordenador: Un aparato lleno de cosas incomprensibles para mí. Mario Vargas Llosas habla de esto en el libro ‘Travesuras de una niña mala’ ¿Por qué hay personas que son virtuosas de la música o de la pintura, otras tienen esa capacidad para los cálculos o la literatura?
El caso es que siempre percibí que Chari era una privilegiada porque la literatura y las ideas son más fáciles de transmitir. Yo le relataba entonces las maravillas de los poemas de Pedro Salinas o de la filosofía de Kant. Mi descubrimiento  de la libertad interior del hombre en sus decisiones. En esa preciosa idea de la dignidad del hombre. Y sentía que ella me entendía. La felicidad, entonces, estaría oculta entre estas materias. Jamás se me habría ocurrido adentrarme en el cuerpo humano para buscar una explicación científica. La felicidad para mi tiene un sentido de tragedia griega. Se resume en ese pasaje de la ‘Antígona’ de Sófocles en el que dice: “Cuando los hombres dejan escapar los motivos de su felicidad, no considero yo que ese tal siga vivo, sino que pienso que es un cadáver animado’. Los griegos, he aprendido, pensaban que el dolor y el sufrimiento es un sentimiento que ennoblece y enseña. Que se aprende sufriendo. Platón decía que “la vida es una mezcla de dolor y alegría y al mismo tiempo de lo trágico y lo divertido”.

martes, 21 de enero de 2014

Miedo

Siempre he pensado que frente a la adversidad está la fortaleza. Que los contratiempos se combaten con aplomo. Que uno puede derrumbarse, claudicar, romperse en mil pedazos, querer evaporarse, pero que tarde o temprano se rebela el héroe que duerme en nosotros y nos rescata, aunque creamos estar a punto de ser engullidos por la fatalidad. Si analizo mi propia experiencia, me descubro así: Siempre adelante. Adelante. Adelante. Como si te transportara una nube con todo el pánico a las alturas agarrado a tu garganta. Eso no quiere decir que uno salga invicto del rescate, como si la vida arrancara, de nuevo, al nacer, con la inocencia de un lirio en flor. Significa que cada cual recobra su marcha con las huellas que va dejando en el sendero. Esas huellas son lo que somos. Nos robustecen como si pudiéramos convertirnos en troncos de recios árboles. Ahora bien, si esto es así,  ¿Qué tememos? ¿Por qué nos volvemos reticentes, dubitativos y huidizos de lo bueno que pueda venirnos? Es como si se incendiara el bosque que habitamos y renunciáramos a que rebrotara en él la vida, por si volviera a incendiarse otra vez. He escuchado a varios amigos afirmar: “Estoy en calma, pero tengo miedo”. Es como si creyéramos que los fantasmas de nuestro pasado nos fueran a arrebatar la plenitud. Como si nosotros mismos, convertidos en nuestros propios fantasmas, nos empeñáramos en ir en dirección contraria a la felicidad. Yo misma, de vez en cuando, saco inconscientemente mis propios fantasmas para asustarme. No sé, con los años percibo que ganamos en experiencia. Somos capaces de parapetarnos en nuestro escudo protector, pero perdemos audacia y arrojo. Se nos escurre la valentía que caracteriza a los sueños. Es como si ese árbol fuerte,vigoroso,en el que nos convertimos con el transcurrir de los años, que contiene nuestras debilidades pero también nuestras grandezas, no permitiera que sus ramas se dejaran mecer por el viento simplemente por miedo a ser vencido.

jueves, 19 de diciembre de 2013

El niño que llevamos dentro

Cuando era niña mi abuela solía ponerme una copa que yo rellenaba de agua. Jugábamos a ser mayores. Me encantaba beber en esa copa, era un privilegio anhelado que estaba reservado solo a los adultos. Ponía aceitunas y queso en un plato. Escondíamos los huesos debajo del hule por si entraba mi madre, que las detestaba. Éramos dos fugitivas transgrediendo las normas domésticas. Los recuerdos de los abuelos son entrañables. Aquella complicidad era hermosa porque suponía compartir los secretos de un universo reservado para las dos. Me gustaba ponerme sus gafas de cristales gruesos y dar tumbos por la casa comprobando cómo el suelo se deformaba a mis pies. Y escuchar sus cuentos a mediodía. María era un personaje ficticio a la que le gustaba la siesta tanto como a mí. Es decir, nada. Después, ella enfermó de Alzheimer y entonces los cuentos formaron más parte de su mundo que del mío. Siempre he pensado que se marchó a un lugar donde los cuentos son como las primaveras eternas. La infancia es una etapa rosada de la existencia porque los niños no tienen miedo a soñar. La fantasía es algo que dejamos, con los años, para la intimidad. Reconocernos en el niño que fuimos nos sonroja porque en la madurez renunciamos a los sueños. Los niños son valientes. Me contaba la madre de un amigo que cuando éste era pequeño tenía un muñeco que se llamaba Pancho. Pancho era diminuto. Tampoco era el mejor de los juguetes. Pero se convirtió en un ser inseparable. Lo llevaba a todas partes. Él mismo se encargaba de ponerle voz y dotarle de humanidad. Una vez, durante un viaje a Úbeda, olvidó a Pancho en casa de su tía. Fue un drama familiar. Su madre tuvo que telefonear para pedirle que enviara de regreso a casa a Pancho. Esa fidelidad por las cosas sencillas es una lección para la vida. En el proceso a la madurez perdemos algo de todo eso. Nos volvemos incapaces de amar a Pancho porque tememos reconocer nuestras debilidades y porque eso sería poco menos que invitar a que nos acusaran de frívolos. Pero es hermoso dejarse llevar y hacer aflorar el niño que fuimos y que aún no ha desaparecido del todo de nosotros.