jueves, 19 de diciembre de 2013

El niño que llevamos dentro

Cuando era niña mi abuela solía ponerme una copa que yo rellenaba de agua. Jugábamos a ser mayores. Me encantaba beber en esa copa, era un privilegio anhelado que estaba reservado solo a los adultos. Ponía aceitunas y queso en un plato. Escondíamos los huesos debajo del hule por si entraba mi madre, que las detestaba. Éramos dos fugitivas transgrediendo las normas domésticas. Los recuerdos de los abuelos son entrañables. Aquella complicidad era hermosa porque suponía compartir los secretos de un universo reservado para las dos. Me gustaba ponerme sus gafas de cristales gruesos y dar tumbos por la casa comprobando cómo el suelo se deformaba a mis pies. Y escuchar sus cuentos a mediodía. María era un personaje ficticio a la que le gustaba la siesta tanto como a mí. Es decir, nada. Después, ella enfermó de Alzheimer y entonces los cuentos formaron más parte de su mundo que del mío. Siempre he pensado que se marchó a un lugar donde los cuentos son como las primaveras eternas. La infancia es una etapa rosada de la existencia porque los niños no tienen miedo a soñar. La fantasía es algo que dejamos, con los años, para la intimidad. Reconocernos en el niño que fuimos nos sonroja porque en la madurez renunciamos a los sueños. Los niños son valientes. Me contaba la madre de un amigo que cuando éste era pequeño tenía un muñeco que se llamaba Pancho. Pancho era diminuto. Tampoco era el mejor de los juguetes. Pero se convirtió en un ser inseparable. Lo llevaba a todas partes. Él mismo se encargaba de ponerle voz y dotarle de humanidad. Una vez, durante un viaje a Úbeda, olvidó a Pancho en casa de su tía. Fue un drama familiar. Su madre tuvo que telefonear para pedirle que enviara de regreso a casa a Pancho. Esa fidelidad por las cosas sencillas es una lección para la vida. En el proceso a la madurez perdemos algo de todo eso. Nos volvemos incapaces de amar a Pancho porque tememos reconocer nuestras debilidades y porque eso sería poco menos que invitar a que nos acusaran de frívolos. Pero es hermoso dejarse llevar y hacer aflorar el niño que fuimos y que aún no ha desaparecido del todo de nosotros.