lunes, 22 de octubre de 2012

Sombra




    A veces la vida nos coloca de forma terca en la tesitura de tener que despedirnos de personas a las que aún tenemos muchas cosas que ofrecer, a las que no nos dio tiempo de mostrarnos y a las que, en cambio, apreciamos muchísimo. En esos primeros momentos de la despedida, las horas transcurren como plomos. Los segundos se espesan como el chocolate fundido. Y pese al ruido de la ciudad, del trabajo, de la gente que camina por la calle sin aparente concierto, el día acusa un vacío glacial. Un silencio de funeral del que uno quisiera huir. Y ojala pudiera hacerlo si fuera una figura de un cuadro. Salir del marco. Abandonar la pintura. Desdibujarse.Huir, sí. Evaporarse.
     El tiempo en el que vivimos las cosas posee infinidad de matices. El escritor Yasumari Kawabata define esa laxitud temporal humana. El reloj biológico y el reloj humano. Cuando las cosas nos motivan y tenemos una chispeante ilusión por algo, experimentamos que las horas se esfuman. Cuando existe alguna contrariedad, por el contrario, el tiempo se ralentiza como el traqueteo de un viejo tren. El tiempo es como un río, afirma Yasumari: “El tiempo cósmico es igual para todos, pero el tiempo humano difiere con cada persona. El tiempo corre de la misma manera para todos los seres humanos, pero todo ser humano flota de distinta manera en el tiempo”. Esta afirmación tan maravillosa la escribió en su libro ‘Lo bello y lo triste’, una obra de una sensualidad exquisita.
     Desprenderse de las cosas que uno ama es una tarea para expertos en la lucha. Olvidar cuando se quiere, cuando se siente, es de guerreros experimentados. Es una actitud de una heroicidad de batalla. Sólo los más valientes salen de la contienda sin magulladuras. El resto andamos lisiados. Sumidos sin remedio en el limbo del reloj humano. Sintiendo las horas como océanos profundos. Como pozos negros sin cordel.
     Recuerdo un relato hermoso de ‘Tierra Desacostumbrada’ de la maravillosa Jhumpa Lahiri en el que llega el momento en el que la protagonista, que vivió una aventura fantástica recorriendo la Toscana italiana con su amor, tiene que decir adiós a su amado. Sus caminos, pese a la mutua pasión de sus sentimientos, divergían: “Regresé a mi existencia, la existencia que había escogido en vez de a ti”. Y no sólo me refiero a eso: A ese dolor de la pérdida. Me refiero a esa inquietud interna que te hace buscar obstinadamente, pese a reconocer la ausencia, a la otra persona. A cuando vives la vida como una sombra buscando la sombra del otro en las cosas cotidianas que forman parte de la existencia del otro: A cuando buscamos el coche que nos recuerda, a los lugares que nos traen a la memoria….a los rostros similares…
La protagonista de este relato afirma: “Había salido con mi madre y dos tías, a probarme blusas, escoger joyas (..) yo les seguí la corriente y escogí un benarasi rojo, pero en todo momento pensaba en ti, temerosa del error que estaba cometiendo”. Y me refiero a ese momento en que uno busca al otro aún sabiendo que el otro no está: “En la calle atestada, de regreso al piso de mis padres, cerca de Triangular Park, busqué como una tonta tu cara”. Después está el tiempo biológico que poco a poco nos va sanando: “Y aún así, sin darse cuenta, con firmeza pero sin fuerza, Navin me apartó de ti, como racha final de viento otoñal arranca las últimas hojas de los árboles”.
     En ‘Rayuela’ de Julio Cortázar también hay un pasaje delicioso cuando él, Horacio, cree dibujar a la Maga en la silueta de cualquier mujer: “Haber creído ver a la Maga era menos amargo que la certidumbre de que un deseo incontrolable la había arrancado del fondo de eso que definían como subconciencia y proyectado contra la silueta de cualquiera de las mujeres a bordo”. Hasta ese momento había creído que podía permitirse el lujo de recordar melancólicamente ciertas cosas, evocar a su hora y en la atmósfera adecuada determinadas historias, poniéndoles fin con la misma tranquilidad con que se aplasta el pucho en el cenicero”.
A veces nos ofuscamos en negar la evidencia. Es difícil abandonar aquello en lo que soñamos y en lo que creemos. Aquello que nos remueve y nos hace palpitar. Y cuando lo hacemos, sólo el tiempo, no el cósmico, sino el humano, el que cada cual lleva en su interior, tiene el poder de rescatarnos y de devolvernos, de nuevo, a la vida. 

lunes, 15 de octubre de 2012

Canela

Los ojos de mi amigo son de canela. De suave canela con la que se espolvorean las natillas caseras. Esas natillas que saben a hogar y a otoño. A infancia y a pueblo. Mi amigo tiene unos hoyuelos en las mejillas que hacen que las sonrisas se conviertan en espectáculos cargados de luminosidad. Sí, cuando mi amigo sonríe, es como si se abrieran todas las ventanas una mañana temprano y hubiera dibujado, al fondo, un horizonte hacia arriba, escalando el cielo.

Tomé café, hace unos días, en su casa. Cuando una persona entra por primera vez en casa de alguien al que acaba de conocer, escudriña, como un espía, los detalles que revelen su personalidad más íntima. Como si la decoración o la disposición de los objetos pudieran, misteriosamente, descifrarnos su alma. Y en cambio, estoy segura de que algo de eso hay. Siempre he creído que nos desparramamos, sin saberlo, en nuestras cosas. Nuestra casa es un poco de nosotros mismos y nosotros mismos somos un poco de nuestro hogar. Allí queda nuestro interior, aparentemente de forma caprichosa.

Mi amigo habla con un cariño infinito de su padre. Con ese anhelo aferrado que nos abate cuando las personas que queremos, que son importantes en nuestras vidas, ya no están. Me llena de ternura escucharlo porque, pese a no haberlo conocido, puedo casi verlos juntos. Y los veo en el campo, en el huerto, entre tomateras y árboles frutales, porque su padre poseía una huerta, donde mi amigo, de adolescente, echaba largas horas ayudándole. Cuando nuestros seres queridos se van, nos negamos a pensar que su ausencia sea definitiva. Por eso, seguimos sintiéndolos próximos en nuestro corazón y somos capaces incluso de rozar su presencia, porque los sentimientos tienen ese poder de abrazar lo que amamos aún en el vacío. Por ello, una noche cualquiera en la que estamos desvelados, podemos llegar a sentir, en un movimiento de sábanas, el reflejo de su ángel.

En el frigorífico de su casa, mi amigo, junto a las fotografías de sus viajes, a los imanes de los lugares que ha visitado, a los recuerdos de pequeños momentos, como el llavero de una blanca piedra de una playa andaluza en el que figura pintado con letra finísima su nombre, ha colocado una foto de su padre. Y su padre sostiene en brazos a su hija, siendo un bebe, con esa mirada enternecedora y transparente que solo poseen los abuelos. Algún día, alguien tendrá que explicar porqué los frigoríficos se convierten en santuarios de nuestras vidas, en esos pequeños templos de nuestros valores y en museos de nuestra existencia más inmediata.

Algún día…algún día alguien tendrá que explicar por qué hay personas que nos transmiten un afecto y una ternura desbordante. Un apego sincero que nos invita a abrazarlas fuertemente para protegerlas. Y eso es justo lo que me ocurre con mi amigo. Esa protección que él no ha pedido y que yo me brindo a ofrecerle.