A veces la
vida nos coloca de forma terca en la tesitura de tener que despedirnos de
personas a las que aún tenemos muchas cosas que ofrecer, a las que no nos dio
tiempo de mostrarnos y a las que, en cambio, apreciamos muchísimo. En esos
primeros momentos de la despedida, las horas transcurren como plomos. Los segundos
se espesan como el chocolate fundido. Y pese al ruido de la ciudad, del
trabajo, de la gente que camina por la calle sin aparente concierto, el día acusa un vacío glacial. Un
silencio de funeral del que uno quisiera huir. Y ojala pudiera hacerlo si fuera
una figura de un cuadro. Salir del marco. Abandonar la pintura. Desdibujarse.Huir, sí. Evaporarse.
El tiempo en el que vivimos las cosas
posee infinidad de matices. El escritor Yasumari Kawabata define
esa laxitud temporal humana. El reloj biológico y el reloj humano. Cuando las
cosas nos motivan y tenemos una chispeante ilusión por algo, experimentamos que
las horas se esfuman. Cuando existe alguna contrariedad, por el contrario, el
tiempo se ralentiza como el traqueteo de un viejo tren. El tiempo es como un
río, afirma Yasumari: “El tiempo cósmico es igual para todos, pero el tiempo
humano difiere con cada persona. El tiempo corre de la misma manera para todos
los seres humanos, pero todo ser humano flota de distinta manera en el tiempo”.
Esta afirmación tan maravillosa la escribió en su libro ‘Lo bello y lo triste’, una obra de una sensualidad exquisita.
Desprenderse
de las cosas que uno ama es una tarea para expertos en la lucha. Olvidar cuando
se quiere, cuando se siente, es de guerreros experimentados. Es una actitud de
una heroicidad de batalla. Sólo los más valientes salen de la contienda sin
magulladuras. El resto andamos lisiados. Sumidos sin remedio en el limbo del
reloj humano. Sintiendo las horas como océanos profundos. Como pozos negros sin
cordel.
Recuerdo
un relato hermoso de ‘Tierra
Desacostumbrada’ de la maravillosa Jhumpa Lahiri en el que llega el momento
en el que la protagonista, que vivió una aventura fantástica recorriendo la Toscana italiana con su amor, tiene que decir adiós a su amado. Sus caminos, pese a la mutua
pasión de sus sentimientos, divergían: “Regresé a mi existencia, la existencia
que había escogido en vez de a ti”. Y no sólo me refiero a eso: A ese dolor de
la pérdida. Me refiero a esa inquietud interna que te hace buscar
obstinadamente, pese a reconocer la ausencia, a la otra persona. A cuando vives
la vida como una sombra buscando la sombra del otro en las cosas cotidianas que
forman parte de la existencia del otro: A cuando buscamos el coche
que nos recuerda, a los lugares que nos traen a la memoria….a los rostros
similares…
La protagonista de este relato afirma: “Había
salido con mi madre y dos tías, a probarme blusas, escoger joyas (..) yo les
seguí la corriente y escogí un benarasi rojo, pero en todo momento pensaba en
ti, temerosa del error que estaba cometiendo”. Y me refiero a ese momento en
que uno busca al otro aún sabiendo que el otro no está: “En la calle atestada,
de regreso al piso de mis padres, cerca de Triangular Park, busqué como una
tonta tu cara”. Después está el tiempo biológico que poco a poco nos va
sanando: “Y aún así, sin darse cuenta, con firmeza pero sin fuerza, Navin me
apartó de ti, como racha final de viento otoñal arranca las últimas hojas de
los árboles”.
En ‘Rayuela’ de Julio Cortázar también hay
un pasaje delicioso cuando él, Horacio, cree dibujar a la Maga en la silueta de
cualquier mujer: “Haber creído ver a la
Maga era menos amargo que la certidumbre de que un deseo
incontrolable la había arrancado del fondo de eso que definían como
subconciencia y proyectado contra la silueta de cualquiera de las mujeres a
bordo”. Hasta ese momento había creído que podía permitirse el lujo de recordar
melancólicamente ciertas cosas, evocar a su hora y en la atmósfera adecuada
determinadas historias, poniéndoles fin con la misma tranquilidad con que se
aplasta el pucho en el cenicero”.
A
veces nos ofuscamos en negar la evidencia. Es difícil abandonar aquello en lo
que soñamos y en lo que creemos. Aquello que nos remueve y nos hace palpitar. Y
cuando lo hacemos, sólo el tiempo, no el cósmico, sino el humano, el que cada
cual lleva en su interior, tiene el poder de rescatarnos y de devolvernos, de
nuevo, a la vida.